Supongo que algunos de vosotros habréis echado en falta algún comentario sobre el asunto catalán, no creáis que lo he obviado, no penséis que la pereza me lo ha impedido, en realidad no lo he escrito por saturación: son tantas las ideas que se me vienen a la cabeza, los matices a tener en cuenta y los aspectos a tratar que me resulta muy complicado clarificar y poner en orden todo ello. Sin embargo no voy a esconderme. Os dejo aquí un comentario sobre el asunto que escribí hace un año. Forma parte de esos borradores que nunca llegué a publicar, sin embargo hoy me parece suficientemente significativo, y lo hago tal y como lo dejé en su momento, sin ninguna corrección añadida salvo las aclaraciones en forma de nota al pié; os pido que tengáis esto en cuenta cuando lo leáis, así como la fecha y el contexto en que fue escrito: el 23 de septiembre de 2014. ESPAÑA HOY (23/09/2014) He resistido todo lo que he podido, pero una vez más me puede esa inquietud interna y no puedo resistirme a tratar el tema de Cataluña, sé que a muchos de vosotros os parecerá algo infumable, obviad el post en ese caso, pero yo no puedo evitarlo. Recuerdo una anécdota que me ocurrió en los albores de mi adolescencia que en mi opinión es ilustrativa de la situación actual de España, eran las primeras fiestas de mi pueblo en las que yo quería salir, las esperamos mis amigos y yo con una tierna ilusión haciendo planes sobre lo que íbamos a hacer y a dónde íbamos a ir, en mi casa no creí que hubiese duda alguna de que iba a hacerlo porque ya me había iniciado en ese juego, pero cuando llegó el temido momento de tratar la hora a la que regresaría a casa de aquel paraíso de diversión y descubrimiento que me atraía tanto como me asustaba, apenas mencioné temeroso el tema mi padre tronó desde las alturas: «¡tú, como mucho, a la 1!» visible e inexplicablemente irritado. Hasta entonces siempre había sido templado y negociador, tranquilo y «pactista», si se me entiende, por eso creí entonces, y sigo creyendo, que no me merecía aquel exabrupto. Mi reacción me sorprendió hasta a mí mismo, pues grité, protesté, lloré de la pura rabia y me marché rojo de ira; por supuesto creo recordar que aquella noche no salí, me gané un castigo por mi actitud, y tampoco volví a sacar el tema en lo que duraron las fiestas, y regresé obedientemente a la 1 de la mañana el resto de días, siempre cuando la diversión estaba en pleno auge y completamente solo, pero tampoco volví a dirigirle la palabra a mi padre en ese tiempo y todavía hoy no se me ha olvidado el asunto. No me molestó tanto la hora (un poco corta, como siempre, para la vara de medir de todo chaval, que son sus amigos), sino ese autoritarismo exacerbado, esa chulería incluso, ese aquí mando yo que había detrás, no me fuese a desmandar. Creo que todas las personas, al menos las de mi generación, podrían contar una anécdota similar, y creo que todos coincidiríamos en que lo realmente ofensivo, lo irritante, lo que impide que nos olvidemos de ella es esa negación absoluta de nuestra individualidad, de nuestra inteligencia, de nuestro ser, ese sometimiento a la fuerza, ese desprecio absoluto a la persona. Habrá quien diga que encontronazos de este tipo son algo inevitable en los adolescentes, puede que sí, pero lo que es claramente evitable es dejar un poso de intransigencia. Hoy en día, ante la grave situación del país, algunos hablan de regeneración democrática, pero los conceptos suelen ser engañosos en sus significados y los que lo hacen visten esa idea con los ropajes de una serie de normas negociadas y aprobadas entre las mismas siglas, los mismos colores, los mismos padres que llevan treinta años dictando otras normas y que, sinceramente, carecen de toda autoridad moral para ello después de tanta manifiesta incapacidad, corrupción, intentos descarados de pucherazos…, aun cuando fueran verdaderas y reales jamás podrán quitarse la apariencia de simple capa de pintura sobre la pintura vieja, destinada a resquebrajarse y desprenderse más pronto que tarde. Sin embargo la población española ha crecido, la generación que estaba en su apogeo en el 78 es hoy anciana y otra nueva está en su cénit; esos partidos (podemos estar de acuerdo o no con el apelativo de «casta» pero no podemos negar su fuerza representativa) no han reconocido el crecimiento de la sociedad y no han sabido acompañarlo, creo que ya pasaron los tiempos de la regeneración democrática y fueron antes de la crisis, cuando realmente hubiese sido útil, e incluso los de un sistema federal sin más, y también los de la república a secas (aunque por su enorme carga simbólica esta es la reforma que quizá más capacidad posea). Pasaron incluso los tiempos de una reforma constitucional. En mi opinión, si queremos solucionar los problemas del país de forma satisfactoria, duradera y democrática, de forma «adulta» ya no queda más remedio que redactar una nueva constitución. La constitución del 78 fue probablemente la mejor que se podía aprobar en su momento, pero era, y estoy seguro de que lo sabían los actores más inquisitivos del momento, una constitución con fecha de caducidad (como por otro lado son todas a pesar de que los radicales del «consenso del 78» no lo quieran admitir), un arreglo temporal en cualquier caso, porque si salía mal no iba a durar mucho, y si salía bien era evidente que una generación crecida en Democracia querría arreglar los errores que a propósito se incluyeron en ella, profundizar en esa Democracia tarde o temprano y sobretodo afrontar de una vez por todas el problema regionalista/nacionalista que se soslayó en su momento con ese sistema tan nuestro de la patada hacia adelante. Hoy es, como era de esperar, este último problema el que demanda una solución definitiva, sea cual sea y por muy paradójica que pueda resultar. Me explico, y comienzo con otra anécdota, esta vez menos personal: hace unos meses, en el magnífico programa de Jordi Évole, se enfrentaron en un careo Artur Mas y Felipe González, el supuesto diálogo fue en realidad una sucesión de monólogos, pero de entre tantas consignas vacías me quedo con una afirmación de Artur Mas que me devolvió la fe en mis propias capacidades: afirmó que el independentismo en Cataluña se había exacerbado a raíz de la sentencia del constitucional contra el Estatuto, cosa repetida hasta la saciedad, pero también, y esto solo me lo había escuchado a mí mismo hasta entonces, a partir de la segunda legislatura de Aznar, cuando pasó «de hablar catalán en la intimidad» a ignorar, despreciar y hasta insultar a los nacionalistas, a los gobiernos catalanes y hasta a todos los catalanes y demás nacionalismos, y eso que comparado con lo que hay hoy en día por ahí el señor Aznar fue de los comedidos. ¿Alguien puede pretender que el desprecio a toda una sociedad no tenga consecuencias? Fue a partir de entonces cuando se exacerbaron las tensiones nacionalistas en España (de aquello también fue hijo el plan Ibarretxe), que Zapatero consiguió después apaciguar, aunque provocando el segundo problema, el de la sentencia del Estatuto, que por provenir del otro lado y llover sobre mojado fue aun peor, pues creó la sensación de que los catalanistas no conseguirían nada ni con unos ni, a pesar de las promesas, con otros, algo que a la larga y a día de hoy los incapacita para cualquier tipo de acuerdo a ojos de la contraparte nacionalista catalana, más aun después de que el señor Rajoy volviese a las andadas de Aznar (no entro a juzgar, al menos por ahora, la pertinencia o justicia de las reivindicaciones catalanas, solo pretendo explicar lo que a mi parecer sucede en Cataluña y en el resto de España). Ni que decir tiene que todo lo expuesto hasta ahora se exacerba con la crisis económica y los recortes, que hacen que la gente busque más que nunca una salida, un futuro, una (y este es el concepto clave) ilusión. ¿Y el señor Rajoy? ¿Acaso puede hacer otra cosa distinta a lo que está haciendo? No, desde luego, sin dejar de ser él mismo en el más amplio sentido político, ideológico y hasta metafísico. El mejor interlocutor para tratar con un nacionalismo no es precisamente otro nacionalismo, justo cuando además ambos son los enfrentados; el Presidente del Gobierno está determinado por lo que es, ofrecer una salida distinta a Cataluña supondría ofrecer una salida distinta a España: no sabe, no puede. El PSOE lo intenta, pero llega tarde, muy tarde, tuvo su oportunidad tras las generales de 2011 y la perdió y, al menos en mi opinión, sus intentos no han comenzado demasiado bien, por otro lado las nuevas fórmulas son una incógnita aun, aunque tienen la ventaja de ofrecer algo nuevo y ahí siempre hay resquicio para la ilusión, algo extraordinariamente tentador, pero que de momento se mueven en un tactismo excesivamente evidente como para no generar cierta desconfianza, aunque su mera existencia ya puede ser beneficiosa si contribuye a espolear a los actores políticos tradicionales y a movilizar a la ciudadanía; en cualquier caso todo esto no es una cuestión simplemente española, es europea, casi occidental, pero eso es tema para otro post. Por tanto España entera, incluidas (no se me ofendan, por favor) Cataluña y el País Vasco, se encuentran ante el mismo problema en realidad. Los nacionalistas pueden optar por la secesión, mientras que al resto solo le queda la resignación, salvo por esa fuerza política nueva con la capacidad de inventar un nuevo lenguaje que agrupa e identifica la realidad, la suya al menos, y permita aglutinar a la gente en torno a ella y una nueva esperanza, que es al fin y al cabo lo que también ofrece el independentismo (si además la estupidez engendra miedo, y este a su vez refuerza a la estupidez, y ello hace que la «casta» se lance en tromba y miserablemente a reforzarla, mejor que mejor). Llegados a este punto tomo una afirmación que leí en un artículo (nuevamente no recuerdo cuál, lo siento) al hilo de Cataluña en el que se decía que la gente quería votar, quería que se le consultase, quería «contar», y que yo hago extensible a toda España: la gente quiere «pintar» algo en su futuro y no tolerará que se le siga tratando como si fuesen niños. Me veo obligado a uno de mis extensos incisos, lo siento: esto último puede parecer paradójico teniendo en cuenta la tan cacareada desafección política de los últimos tiempos y más aun si lo comparamos con el activismo político de la Transición, pero ¿era realmente así? No dudo del alto nivel de activismo e implicación política durante finales de los 70 del siglo XX, pero a fin de cuentas este se producía con un altísimo nivel de militancia en el sentido psicológico o, para que se entienda mejor, de seguidismo de unas siglas, un líder… Era algo mucho más jerarquizado, sin embargo hoy en día las opiniones están mucho más abiertas, la población ha madurado y es harto complicado que unas solas siglas abarquen todo el espectro de ideas, inquietudes e intereses de una misma persona, la movilidad social es mucho mayor y las clases sociales, que siguen existiendo a pesar de lo que nos digan, son mucho más permeables y con unas zonas grises antes inexistentes aunque solo fuese por conciencia, de ahí esa desafección: las estructuras políticas monolíticas no pueden responder a la diversidad de la sociedad actual incluso a nivel individual y cuando lo intentan, como lo han hecho los partidos mayoritarios tratando de abarcarlo todo, se desnortan, perdiendo sus señas claras de identidad y acabando por identificarse entre sí, lo que produce aun más confusión (frente a ello están las estrategias políticas de crispación y reforzamiento que provocan desmovilización en el contrario y fidelización extrema en los propios pero ¿a qué precio? Porque cuando se asumen esas tácticas se demuestra el desprecio por la Democracia y los ciudadanos y, a la larga, nunca se sale indemne y el sistema se debilita peligrosamente, que se lo pregunten a los pioneros, los republicanos americanos, para ampliar este punto recomiendo por ejemplo el magnífico libro de José María Maravall, La confrontación política). Aquí es donde cobra toda su importancia la capacidad de establecer un nuevo relato social, político y económico adaptado a la realidad, aunque los mimbres sean los de siempre porque a fin de cuentas, y por mucho que nos digan lo contrario, las sociedades se siguen fracturando por los mismos sitios. Volviendo al tema catalán y pasando a un enfoque más constructivo, voy a mojarme y ofrecer lo que creo que debería ser la vía por la que avanzaría una solución posible y satisfactoria, pero antes puntualicemos algunos extremos. En el conflicto catalán los argumentos enfrentan dos elementos de la Democracia: el formal, que es el que maneja el gobierno central, con la idea de legalidad, y el espiritual, que es en el que se apoyan los independentistas con todo lo que la Democracia debería ser, sus aspiraciones[1]. Ambos son igualmente válidos y necesarios para que algo parecido a una Democracia ideal pueda subsistir, pero el elemento formal tiene una desventaja y es que no es y no puede llegar a ser sino un sustento y apoyo material de la parte espiritual, lo verdaderamente característico y definitorio del régimen democrático, lo que lo distingue de cualquier otro, como por otro lado no puede dejar de ser, son sus ideales, por eso tarde o temprano alguien que se llame a sí mismo demócrata (pero de verdad) no puede dejar de atender las reclamaciones de una parte de su cuerpo político, de articularlas y desde luego de permitir su expresión, lo que incluye votar pese a quien pese porque, de una manera u otra se va a hacer (llámese consulta, referéndum o elecciones plebiscitarias. Clase básica de ciencia política: si un sistema no se adapta a su entorno o pierde la capacidad de ello se vuelve inútil y las tensiones que no puede canalizar acaban por destruirlo, siguiéndose la creación de un nuevo sistema que sí pueda «dialogar» con el medio ambiente interno y externo en el que se inserta). Pero los nacionalistas también tienen sus problemas, porque desde el mismo momento en que necesitan hacer un referéndum, ya han perdido. Me explico: ¿alguien duda de que si hubiese una auténtica y verdaderamente comprometida mayoría de catalanes a favor de la independencia esta no se habría producido ya o, al menos, sería absolutamente imparable? Me refiero a un 80 % o 90 % de la población de Cataluña absolutamente concienciada y volcada con la independencia (por cierto, la política del gobierno cada vez acerca más esta realidad, siempre he dicho que no hay mayor nacionalista catalán que un nacionalista español, que siempre tiene La Razón y conoce el ABC de todo; así como no hay mayor nacionalista español que un nacionalista catalán, que siempre está a La Vanguardia y… lo siento no se me ocurre ningún juego de palabras con TV3), en ese caso el ethos del pueblo catalán sería imparable y la disyuntiva en el resto del país sería ceder o reprimir, y si descartamos la represión por aquellas tonterías de la Democracia y los Derechos Humanos solo queda una cosa que hacer. Pero aun hay más, descartada en principio una mayoría tan amplia a favor de la independencia (ojo, no digo de ese llamado derecho a decidir, sino de la independencia), hemos de suponer que un referéndum se movería en mayorías en torno al 60-40, ¿es esa una mayoría suficiente para algo tan importante? Dejaremos la respuesta a un lado por el momento para hacer un ejercicio de ficción: si el resultado fuese aproximadamente un 60 % a favor de la independencia y un 40 % en contra y esta se llevase a término, ¿se arreglaría algo? Simplemente se cambiaría el problema, la mayoría pasaría a ser minoría y viceversa, pero la tensión regionalista, (unionista en este caso) no desaparecería, sino que como toda energía solo se transformaría, manteniendo los mismos problemas con signo contrario. ¿Y si fuese al revés y ese 60 % estuviese en contra de la independencia? ¿Alguien cree sinceramente que los nacionalistas dirían «lo siento, nos hemos equivocado y no volverá a ocurrir»? ¿Alguien cree que recogerían sus bártulos de nacionalista y se irían a su casa a hacer punto de cruz? ¿Alguien tiene el teléfono de un quebequés? Por lo tanto, hemos de concluir que un referéndum no sirve en realidad para mucho, desde luego no para pacificar la sociedad que, entiendo, es al fin y al cabo un paso imprescindible para lograr el que considero que es el fin ultimísimo e ideal de toda Democracia: lograr la felicidad digna de sus habitantes en libertad y con respeto a sus derechos humanos e individuales. ¿Qué se puede hacer? Pues podemos seguir creyendo que los problemas se resuelven mágicamente con la independencia, la República o el estado federal, o abordar una solución total e integral, que en este caso pasa por una nueva constitución con participación previa de la población que es la que debe fijar todos esos criterios previos: ¿República?, ¿estado federal?, ¿sistema político económico?, ¿corridas de toros? (ya puestos a preguntar, por qué no matar, digo solucionar, dos pájaros de una)… Una vez conocido qué quiere la población, se debería elegir un congreso constituyente, para lo que los partidos deberían fijar sus posiciones respectivas con respecto a las cuestiones resueltas (que no opinadas) por el pueblo y, a partir de entonces, seguir el proceso constituyente normal. Todo ello no debería durar, para que el debate fuese lo más reposado posible, menos de por ejemplo cinco años[2]. Solo después, una vez aprobada la nueva constitución, se podría hablar de referéndum sobre independencia, sin esas tonterías sobre preguntar si se puede preguntar; pero antes de convocarlo y para que la gente votase con la mayor cantidad de información posible, se deberían resolver las cuestiones previas, como la mayoría necesaria para que se apruebe, si deberían votar solo los catalanes, todos los españoles o ambos con algún tipo de corrección (por ejemplo que el voto de tres españoles equivaliese al de un catalán), y también las cuestiones posteriores como qué parte de la deuda asumiría el nuevo estado catalán, qué servicios, que bienes, cuántos tanques, su posición en la U.E… Es decir, hacer la negociación de la independencia antes y no después a fin de que la gente sepa a qué atenerse en la medida de lo posible[3]. Creo sinceramente que esta sería la forma ideal de afrontar el problema, pero desde luego también la menos probable, y siempre teniendo en cuenta y como paso previo e indispensable para entablar negociaciones claras, sinceras y de buena voluntad que para llegar a una solución del conflicto nacionalista es imprescindible reconocer antes la paradoja de que no tiene solución: se puede discutir con cualquier nacionalista sobre sus argumentos identitarios, sobre la importancia de la lengua o la tergiversación de la historia, pero aunque se le desarmase intelectualmente hay un argumento que no puede ser contrarrestado de ninguna manera, el «yo me siento catalán», o español, o vasco… porque eso no se sitúa en el mundo de la razón, sino en el sentimental, que posee normas propias y distintas, por lo tanto mientras que no haya una mayoría que verdaderamente lo sea y esté absolutamente comprometida, en mi opinión la única solución es que todos los nacionalismos cedan un poco y encontrar una forma de convivencia; aunque claro, eso supone abandonar la obcecación, lo que casi implicaría dejar de ser nacionalista, así que a lo mejor sí que es necesario un referéndum, aunque solo sirva para añadir más elementos a la discusión. Como habéis visto he dejado a un lado cualquier análisis de los aspectos económicos, no es que crea que no tienen importancia, todo lo contrario, son esenciales, sino que corresponden a una fase anterior del problema, aquí me he centrado en un análisis de la situación actual y de una posible solución integral insinuando solo esa vertiente tan esencial del problema. [1] Esta idea no es más que una elaboración del principio esbozado por Hans Kelsen en el s.XIX, quien teorizó que en la jerarquía normativa, cuya cúspide ocupa la constitución, habría que añadir un escalón más o, si se prefiere, y en una figura mucho más simbólica y ajustada (esto es mío, no suyo), un ojo sobre la pirámide, otra norma no de carácter jurídico, sino más bien moral y que es la que verdaderamente da sentido y solidez a toda la pirámide normativa y por tanto al estado de derecho, algo que algunos identifican con algo llamado legitimidad, es decir, el convencimiento íntimo de que las leyes DEBEN ser obedecidas. Si este convencimiento no existe, puede obligarse a obedecer mediante la fuerza, pero entonces la legitimidad queda arrasada y desde luego ya no hablamos de un sistema democrático. Toda la argumentación del gobierno se basa en un positivismo jurídico tan ciego como absurdo, no parecen darse cuenta, por más evidente que es, de que lo que ocurre en Cataluña es una radical pérdida de legitimidad, hay una gran parte de la población que no se siente vinculada, que no cree que tenga que obedecer ya unas normas que no considera como propias, como justas, como legítimas y que por tanto no tiene por qué obedecer y que en realidad solo espera una señal, un primer paso. [2] Esto sería lo ideal, lo recalco porque soy consciente de lo que puede chocar un plazo solo en apariencia tan amplio para la velocidad a la que estamos acostumbrados hoy en día, quizá servirían dos años, pero no creo que se realizase correctamente con menos de uno. [3] “En la medida de lo posible es la clave, no me refería aquí a realizar toda la negociación, pero si al menos las líneas maestras principales para que los ciudadanos, que es a quien se debe al final la acción política, puedan tomar la decisión más responsable e informada posible. Para ello, habría que actuar como si se estuviese negociando el marco general de una verdadera independencia.
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Las piscinas cierran ahora por decreto aunque haga días que nadie las utiliza, el frío nos susurra ya en la nuca, la luz comienza a abandonarnos y hay que trabajar de nuevo. Sí, me temo que se acaba el verano. Me da igual lo que digan los calendarios, el verano se ha terminado y yo ando metido hasta las orejas en eso de la depresión de después, ¿por qué tiene que haber una depresión para después de todo lo bueno?, es que casi te dan ganas de no disfrutar de nada; en fin, no me hagáis caso, ya os he dicho que ando depresivo, al menos lo están mis miembros, incapaces de moverse con la velocidad no ya necesaria, sino ni siquiera habitual, y desde luego lo está mi mente, lenta y perezosa. Aunque no sé si esa incapacidad proviene de la molicie, la depresión o el cabreo furibundo, tan furibundo tan furibundo que mis dedos se bloquean frente al teclado y frente a las ideas que se agolpan en mi cabeza al ver las páginas de los diarios y escuchar las declaraciones de unos y de otros, la torpeza más absoluta, la miseria más miserable y, especialmente, el horror que provocan los torpes y los miserables. Y donde dije digo, digo Diego, y aquí paz y después gloria cristiana, que para eso están las estampitas y los confesionarios, y ya pasará el temporal y todo volverá a ser como antes, hasta la próxima sacudida, pero eso ya se verá. Y todo esto para deciros que aunque hace mucho que no escribo, por el momento no me veo con fuerzas de comentar nada de lo que pasa por ahí, y sin embargo no puedo evitarlo, así que en vez de hacerlo directamente os recomiendo con toda la intención que alberga desde el título un libro de 1971, que así escrito es como decir que es la leche de actual, pero en plan sutil: Nuestra pandilla, de Philip Roth. No es desde luego su libro más famoso, quizá porque no está dentro de su registro habitual, aunque a mí me está pareciendo tan bueno como cualquier otro, y digo que me está pareciendo porque todavía no lo he terminado. Habitualmente intento no comentar una obra hasta que no he tenido tiempo no solo de acabarla, sino de reflexionar al menos un poco sobre ella, pero este caso es diferente, es como uno de esos partidos de fútbol en los que tu equipo gana por cinco a cero a falta de diez minutos y con dos jugadores más, ya me entendéis. El libro sencillamente me parece genial, hilarante, incisivo… todo lo que pueda decir es poco, en realidad. Creo sinceramente que debería incluirse entre las lecturas obligatorias en las facultades de Ciencia Política, así podría descansar el pobre Maquiavelo. La novela entra directamente, sin presentación que valga ni zarandajas retóricas de ningún tipo al meollo de la cuestión, una conferencia de prensa del protagonista, un alter ego de Richard Nixon en el que este exhibe sus… llamémosle argumentos con el fin único de defender su postura personal y, a la vez, la contraria para evitar perder votos y simpatía aunque, no nos engañemos, sus juegos de palabras acaban desembocando en lo que él quiere, opina y apoya desde el principio, pero sin que lo parezca. Y todo, todo, pasado por el tamiz de la más estricta moral, que para eso es cuáquero y a moral no lo gana nadie, aunque también sea abogado. A partir de ahí la obra pasa por otros episodios más o menos similares en los que el absurdo va en aumento sin que en ningún momento tenga el lector la sensación de que lo narrado se separa esencialmente del espíritu de la realidad política no solo de los Estados Unidos. Cuanto más improbable y profundo es el absurdo, mayor es la crítica y el parecido con la realidad. Sencillamente genial. Os dejo la referencia de la wikipedia sobre la obra para los detalles más concretos, ya os he dicho que ando un poco falto de tono. Por el momento. Nuestra pandilla, de Philip Roth |
...un escritor es «un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve»...
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