Las piscinas cierran ahora por decreto aunque haga días que nadie las utiliza, el frío nos susurra ya en la nuca, la luz comienza a abandonarnos y hay que trabajar de nuevo. Sí, me temo que se acaba el verano. Me da igual lo que digan los calendarios, el verano se ha terminado y yo ando metido hasta las orejas en eso de la depresión de después, ¿por qué tiene que haber una depresión para después de todo lo bueno?, es que casi te dan ganas de no disfrutar de nada; en fin, no me hagáis caso, ya os he dicho que ando depresivo, al menos lo están mis miembros, incapaces de moverse con la velocidad no ya necesaria, sino ni siquiera habitual, y desde luego lo está mi mente, lenta y perezosa. Aunque no sé si esa incapacidad proviene de la molicie, la depresión o el cabreo furibundo, tan furibundo tan furibundo que mis dedos se bloquean frente al teclado y frente a las ideas que se agolpan en mi cabeza al ver las páginas de los diarios y escuchar las declaraciones de unos y de otros, la torpeza más absoluta, la miseria más miserable y, especialmente, el horror que provocan los torpes y los miserables. Y donde dije digo, digo Diego, y aquí paz y después gloria cristiana, que para eso están las estampitas y los confesionarios, y ya pasará el temporal y todo volverá a ser como antes, hasta la próxima sacudida, pero eso ya se verá. Y todo esto para deciros que aunque hace mucho que no escribo, por el momento no me veo con fuerzas de comentar nada de lo que pasa por ahí, y sin embargo no puedo evitarlo, así que en vez de hacerlo directamente os recomiendo con toda la intención que alberga desde el título un libro de 1971, que así escrito es como decir que es la leche de actual, pero en plan sutil: Nuestra pandilla, de Philip Roth. No es desde luego su libro más famoso, quizá porque no está dentro de su registro habitual, aunque a mí me está pareciendo tan bueno como cualquier otro, y digo que me está pareciendo porque todavía no lo he terminado. Habitualmente intento no comentar una obra hasta que no he tenido tiempo no solo de acabarla, sino de reflexionar al menos un poco sobre ella, pero este caso es diferente, es como uno de esos partidos de fútbol en los que tu equipo gana por cinco a cero a falta de diez minutos y con dos jugadores más, ya me entendéis. El libro sencillamente me parece genial, hilarante, incisivo… todo lo que pueda decir es poco, en realidad. Creo sinceramente que debería incluirse entre las lecturas obligatorias en las facultades de Ciencia Política, así podría descansar el pobre Maquiavelo. La novela entra directamente, sin presentación que valga ni zarandajas retóricas de ningún tipo al meollo de la cuestión, una conferencia de prensa del protagonista, un alter ego de Richard Nixon en el que este exhibe sus… llamémosle argumentos con el fin único de defender su postura personal y, a la vez, la contraria para evitar perder votos y simpatía aunque, no nos engañemos, sus juegos de palabras acaban desembocando en lo que él quiere, opina y apoya desde el principio, pero sin que lo parezca. Y todo, todo, pasado por el tamiz de la más estricta moral, que para eso es cuáquero y a moral no lo gana nadie, aunque también sea abogado. A partir de ahí la obra pasa por otros episodios más o menos similares en los que el absurdo va en aumento sin que en ningún momento tenga el lector la sensación de que lo narrado se separa esencialmente del espíritu de la realidad política no solo de los Estados Unidos. Cuanto más improbable y profundo es el absurdo, mayor es la crítica y el parecido con la realidad. Sencillamente genial. Os dejo la referencia de la wikipedia sobre la obra para los detalles más concretos, ya os he dicho que ando un poco falto de tono. Por el momento. Nuestra pandilla, de Philip Roth
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Ya he terminado con Piketty, con su libro quiero decir —en realidad terminé con él la semana pasada—. Pensaba publicar un comentario al respecto, pero lamento deciros que no me siento capaz, tendréis que leerlo; únicamente haré un par de comentarios, empezando por una advertencia: Thomas Piketty defiende que su obra El capital en el siglo XXI puede ser leída sin necesidad de tener ningún conocimiento previo de economía y que es asequible prácticamente a cualquier persona. Bien, en mi opinión esto es mentira o, para ser mas diplomático, diré que no es verdad: las partes más técnicas, pero también las meramente conceptuales, pueden hacerse verdaderamente áridas si no se poseen unos ciertos conocimientos y/o bastante interés en el tema, aunque por otro lado es de agradecer el rigor, algo que en ocasiones se pierde para ampliar el público en según qué ensayos. Con respecto a la tesis del libro, no os la voy a anunciar, o más bien debería decir repetir, pues estoy seguro de que ya la habéis oído en los medios, al menos aquellos que tengan interés en estas cuestiones, y no lo voy a hacer simplemente porque sería casi tanto como mentir, y dicen que eso está muy feo. No me refiero a que la tesis sea falsa, eso que lo juzgue cada cual, sino a que el simple enunciado de la misma no dice nada si no está sustentado en algo, por ejemplo en las más de 600 páginas del trabajo de Pikkety. Sí, ya lo sé, podría hacer un resumen, pero igualmente quedaría algo vacío, no queda otro remedio para valorar realmente la profundidad y certeza o no del estudio que leerlo y conocer los datos estadísticos concretos en que se sustenta. En mi opinión, el trabajo no aporta nada nuevo, nada al menos que no supiese ya nadie con dos dedos de frente (me refiero aquí a las conclusiones y el espíritu general de la obra y no tanto a los ejemplos o datos concretos, algunos de los cuales han sido criticados), aunque tiene el mérito de aportar pruebas empíricas para sostener teóricamente lo que ya digo que resulta evidente desde el punto de vista práctico para cualquier observador avezado. Su valor reside en el hecho de que en ocasiones, especialmente en el mundo académico, es necesario que lo evidente se vista de erudición para que sea tomado en serio, es algo que ha pasado en muchas ocasiones a lo largo de la historia de las ideas y que resulta necesario para el imprescindible cambio de paradigmas. Poco más puedo decir, salvo exponeros una idea que me ronda la cabeza desde hace años y que, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con el fondo del libro: tuve la suerte de tener un gran profesor de macroeconomía en la facultad que utilizaba siempre la lógica, el sentido común y la sencillez para explicar los conceptos económicos que cabalísticamente otros se empeñaban en oscurecer y velar tras números y ecuaciones superfluos y nombres pavorosos. Pues bien, en uno de aquellos ejemplos sencillos que nos ponía, aquel profesor nos explicaba que podíamos concebir la economía como una línea en uno de cuyos extremos (pongamos a la derecha) se encontraba la máxima eficiencia económica —entendiendo por esta la creación del máximo nivel posible de riqueza con los recursos limitados de cualquier economía— y en el otro (pongamos a la izquierda) la máxima equidad, de forma que según nos desplazamos hacia cada uno de los extremos se gana en uno y se pierde en otro. Sí, también lo sé, parece una interpretación políticamente nada neutral pero, ¿qué lo es? En fin, que a mí siempre me ha parecido que la analogía estaba incompleta, pues faltaría otra línea en forma de arco que conectara ambos extremos como si de un túnel de servicio se tratase, porque si la máxima eficiencia supone que no existe equidad, ¿cuánto tiempo puede mantenerse esa eficiencia? Y, por otro lado, si la máxima equidad implica la peor asignación posible de recursos, ¿qué clase de equidad es esa que iguala a todos en la pobreza y cuánto duraría? Transformada la línea teórica en una circunferencia de facto, el punto de equilibrio parecería encontrarse en el centro, pero eso, en realidad, es una cuestión que debe resolver cada individuo personalmente desde su moral y ascender de ahí a la política, porque en realidad por mucho que pretendan convencernos de lo contrario, y tal y como defiende Piketty en su libro en varias ocasiones, la economía no es un medio, ni una ciencia exacta ni mucho menos imparcial y es responsabilidad de cada cual como ciudadano y ser viviente condenado a la libertad, el decidir. Misticismo y pedantería son atributos que muy habitualmente me parece encontrar juntos, el primero me resulta interesante, el segundo, insoportable. Esto era lo que vagamente sentía hacia ese autor llamado Paulo Coelho, y ese prejuicio ha sido el que me ha impedido acercarme a su obra hasta que la gripe me aburrió mortalmente (lo peor de los prejuicios es que se esconden de nosotros mismos); no estoy seguro de que leer El alquimista con fiebre sea una buena idea, aunque por otro lado, quizá sea mucho mejor así (tanto daño ha hecho What's App que aquí siento la necesidad de insertar el emoticono que guiña el ojo, pero aun me resisto a esas formas expresivas aquí, así que el lector avezado tendrá que entender los dobles sentidos a la antigua usanza, el resto no entenderá nada). Pero hablemos del estilo: siempre me maravilla la capacidad que tienen algunos textos para atrapar al lector prácticamente sin que este se dé cuenta, no es algo que tenga que ver con su calidad, a menudo he terminado alguna de esas historias sin la más mínima pena, pero sí suele estar relacionado con la sencillez y una buena ambientación —trataré de apuntármelo—, estas son características de El alquimista. Como digo el lenguaje es sencillo, con oraciones cortas, en ocasiones demasiado cortas, que se convierten en una acumulación de afirmaciones que parecieran buscar la infalibilidad del relato, la imposibilidad de rebatir, el arrebatar toda duda sobre lo que se está transmitiendo del corazón del lector, quizá de ahí el éxito de este autor; sin embargo a mí ese disparar constante al corazón sin aportar nada más que las propias balas, sin pruebas, sin justificación, sin razonamiento, tratando de apelar a supuestas verdades universales que todos llevamos en el alma (y si no las entiendes y compartes, la culpa es tuya porque no te has «liberado», o simplemente eres un ignorante), no me convence, me recuerda a determinados políticos o charlatanes, la verdad. La ambientación es efectiva, sin excesivas descripciones, solo las pinceladas justas para que cada cual imagine según sus propias capacidades o necesidades, esta es curiosamente la manera de convertir la obra en un traje a medida de cada lector, de crear esa identificación necesaria, no dar apenas normas, lo que facilita también la consecución del verdadero objetivo de la obra: que pasen sin advertir, como si uno mismo las tomara, las lecciones que imparte, su mensaje. ¿Y cuál es ese mensaje? ¿Qué es lo que transmite? Nada en realidad que no hayamos escuchado ya muchas veces, nada que no nos dijera de pequeños nuestra abuela, nuestro tío o nuestro padre cuando nos contaba que podríamos ser lo que quisiéramos y que debíamos luchar por ello. Todos tenemos estas historias infantiles de ilusión y magia, cuando el mundo parecía un lugar propicio a ser conquistado y el corazón una fuente inagotable y viva de sueños, y realidades, y esperanza, todo ello envuelto en la energía mística de un universo afable y favorable que conspira a nuestro favor. Todo muy bonito, por eso lo dejaremos aquí. En resumen, el libro parece y fluye como un cuento, eso sí, un cuento que administra moraleja por vía intravenosa desde el principio envuelto en misticismo vagamente oriental, que huele a quilómetros a vehículo para transmitir todas esas ideas que no por ser bonitas y agradables dejan de parecer tremendamente almibaradas, aun cuando en el fondo todos deseáramos que fuesen ciertas. Quizá es que no quiero que me echen del club de cínicos —para una vez que me admiten en un club—, pero hay algo en todo esto que no termino de tragarme, y no son solo algunas incongruencias de la historia. Pero no todo es sospechoso, dejando a un lado los elementos místicos, que cada uno creerá o no en función de sus experiencias o, más aun, de la disposición de su corazón para ello, el libro transmite ese mensaje positivo que he mencionado al principio, esa idea de superación del miedo que me parece buena en sí misma y necesaria, ese concepto, por muy infantil que pueda parecerle a algunos, de esperanza, de posibilidad, de fe, elementos todos ellos sin los cuales la vida no es posible. No sé si esta obra es una novela o más bien un libro de autoayuda, el caso es que como con todos los libros de autoayuda, a pesar de sus lecciones, mejores o peores, cuando se pasa la última página todos nos quedamos frente al mundo solos, y entonces no hay alquimistas, ni lejanos desiertos ni meses y meses de sinsabores de tan solo dos párrafos, únicamente el lento y doloroso día a día, y eso en realidad depende de nosotros. En este proceso de aprender a escribir —como en cualquier otro aprendizaje en realidad— uno va desentrañando misterios ocultos y estrellándose contra evidencias grandes como catedrales, no queda otro remedio, pues los ojos y la mente son caprichosos. En este sentido aun estoy curándome las heridas de mi choque contra la obviedad más enorme e importante que hasta el momento he encontrado en este camino: el estilo. Algo había leído ya sobre la necesidad para cualquier escribiente que pretenda serlo de desarrollar un estilo propio, pero la verdadera importancia de tal aspecto solo se me presentado en los últimos días, y ello gracias a la lectura reciente de After dark de Haruki Murakami, una novela muy diferente a todo lo que estoy acostumbrado a leer, una novela con un estilo muy muy marcado. Se trata de una obra narrada en hiperpresente (ya puedo presumir de que he inventado una palabra), me refiero con esto no solo al hecho de que el tiempo verbal utilizado durante toda la historia sea el presente de indicativo, sino a un lenguaje que a base de frases cortas muy a menudo separadas con punto y aparte, y a base de un constante recuerdo al lector sobre su papel de mero espectador, resulta muy cinematográfico; esto, unido a una inquietante parábola sobre una televisión que se enciende sola por la noche y a la ambientación típicamente japonesa —lógicamente no iba a transcurrir en Cuenca—, contribuyen a atrapar al lector y mantenerlo pegado a sus páginas de manera similar a esas películas japonesas actuales; aunque en realidad la historia no tiene nada que ver con ellas, únicamente recuerda en su lenguaje, en la manera de transmitir los hechos y las ideas, de manera directa, sin apenas circunloquios ni concesiones, sin confusiones, marcando los tiempos y los lugares tanto a los personajes como al propio lector, eso, amigos, es estilo. Reflexionando sobre ello me he dado cuenta de que llevo persiguiendo el estilo desde antes incluso de empezar a escribir, pues estilo es eso que nos decanta por un autor y no por otro, lo que da unidad a toda la obra de un mismo escritor, puede gustarnos o no, pero ante todo es reconocible, es esa forma de narrar que nos resulta familiar y que nos gusta encontrar en historias distintas, es esa manera particular en que nos gusta que nos miren, que nos hablen, que nos acaricien, llevada a la literatura, es al fin y al cabo lo que acaba definiendo a un buen autor. Lamentablemente, la teoría es mucho más sencilla que la práctica, si fuera tan fácil encontrar un estilo propio, no tendría mérito, ¿verdad? Y por si fuera poco intuyo que el estilo le encuentra a uno, y no al revés, y que además de eso es como cualquier forma de belleza, que quien la posee a menudo no lo descubre hasta que otros se lo dicen, y entonces se pregunta desde cuándo ha sido bello y cómo es posible que no se percatase. Yo seguiré buscando, sin mapas ni pistas, esperando el terrible momento en que alguien me advierta de que ya llevo tiempo donde quería llegar y que el sueño era eso; hasta entonces os recomiendo After dark, una sencilla obra, compleja y profunda, sobre el miedo y los miedos que trae la oscuridad, y me despido con una de sus frases finales: «La noche se ha acabado por fin. Aun falta mucho tiempo para que nos visiten de nuevo las tinieblas». Últimamente he podido disfrutar de dos clásicos literarios que han contado con su correspondiente adaptación cinematográfica, a raíz de lo cual me he vuelto a plantear la vieja discusión sobre las versiones que se realizan de determinadas novelas, además se da la casualidad de que en ambos casos yo ya había visto la película mucho tiempo atrás, por lo que al enfrentarme a la novela ya conocía, o creía conocer, la historia. Qué equivocado estaba. La primera de dichas novelas es La historia interminable, de Michael Ende, por cuya adaptación cinematográfica siempre he sentido un cariño especial. Como he dicho, creía conocer la historia, pero el papel encierra grandes sorpresas y, además, en el caso de cualquier traslación de una obra literaria al cine hay que contar con el punto de vista de los cineastas. Pues bien, la película es bastante fiel a la primera parte de la novela, salvo algunas variaciones que creo justificadas dada la diferencia del medio, pero en lo esencial creo que consigue transmitir bastante bien tanto el espíritu como el mensaje de la obra de Ende. Pero resulta que la historia es bastante más compleja de lo que las pantallas nos dejaban ver, pues posee una segunda parte más extensa que la primera y mucho más compleja, más adulta y de un contraste tremendo con respecto a la primera —un poco lenta en ocasiones para mi gusto, quizá por ese contraste— en el que la parábola cambia: vemos a un Bastián pretendidamente adulto que debe enfrentarse a las complejidades del insaciable deseo humano frente a la construcción de la propia identidad, que debe afrontar los peligros del desarrollo personal cuando no hay límites, cuando todo es posible y se otorga sin más, y que en definitiva debe aprender a vérselas consigo mismo para encontrar el equilibrio entre lo que desea ser y quién desea ser, tratando a la vez de evitar perderse por el camino.
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...un escritor es «un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve»...
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Abril 2020
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