Misticismo y pedantería son atributos que muy habitualmente me parece encontrar juntos, el primero me resulta interesante, el segundo, insoportable. Esto era lo que vagamente sentía hacia ese autor llamado Paulo Coelho, y ese prejuicio ha sido el que me ha impedido acercarme a su obra hasta que la gripe me aburrió mortalmente (lo peor de los prejuicios es que se esconden de nosotros mismos); no estoy seguro de que leer El alquimista con fiebre sea una buena idea, aunque por otro lado, quizá sea mucho mejor así (tanto daño ha hecho What's App que aquí siento la necesidad de insertar el emoticono que guiña el ojo, pero aun me resisto a esas formas expresivas aquí, así que el lector avezado tendrá que entender los dobles sentidos a la antigua usanza, el resto no entenderá nada). Pero hablemos del estilo: siempre me maravilla la capacidad que tienen algunos textos para atrapar al lector prácticamente sin que este se dé cuenta, no es algo que tenga que ver con su calidad, a menudo he terminado alguna de esas historias sin la más mínima pena, pero sí suele estar relacionado con la sencillez y una buena ambientación —trataré de apuntármelo—, estas son características de El alquimista. Como digo el lenguaje es sencillo, con oraciones cortas, en ocasiones demasiado cortas, que se convierten en una acumulación de afirmaciones que parecieran buscar la infalibilidad del relato, la imposibilidad de rebatir, el arrebatar toda duda sobre lo que se está transmitiendo del corazón del lector, quizá de ahí el éxito de este autor; sin embargo a mí ese disparar constante al corazón sin aportar nada más que las propias balas, sin pruebas, sin justificación, sin razonamiento, tratando de apelar a supuestas verdades universales que todos llevamos en el alma (y si no las entiendes y compartes, la culpa es tuya porque no te has «liberado», o simplemente eres un ignorante), no me convence, me recuerda a determinados políticos o charlatanes, la verdad. La ambientación es efectiva, sin excesivas descripciones, solo las pinceladas justas para que cada cual imagine según sus propias capacidades o necesidades, esta es curiosamente la manera de convertir la obra en un traje a medida de cada lector, de crear esa identificación necesaria, no dar apenas normas, lo que facilita también la consecución del verdadero objetivo de la obra: que pasen sin advertir, como si uno mismo las tomara, las lecciones que imparte, su mensaje. ¿Y cuál es ese mensaje? ¿Qué es lo que transmite? Nada en realidad que no hayamos escuchado ya muchas veces, nada que no nos dijera de pequeños nuestra abuela, nuestro tío o nuestro padre cuando nos contaba que podríamos ser lo que quisiéramos y que debíamos luchar por ello. Todos tenemos estas historias infantiles de ilusión y magia, cuando el mundo parecía un lugar propicio a ser conquistado y el corazón una fuente inagotable y viva de sueños, y realidades, y esperanza, todo ello envuelto en la energía mística de un universo afable y favorable que conspira a nuestro favor. Todo muy bonito, por eso lo dejaremos aquí. En resumen, el libro parece y fluye como un cuento, eso sí, un cuento que administra moraleja por vía intravenosa desde el principio envuelto en misticismo vagamente oriental, que huele a quilómetros a vehículo para transmitir todas esas ideas que no por ser bonitas y agradables dejan de parecer tremendamente almibaradas, aun cuando en el fondo todos deseáramos que fuesen ciertas. Quizá es que no quiero que me echen del club de cínicos —para una vez que me admiten en un club—, pero hay algo en todo esto que no termino de tragarme, y no son solo algunas incongruencias de la historia. Pero no todo es sospechoso, dejando a un lado los elementos místicos, que cada uno creerá o no en función de sus experiencias o, más aun, de la disposición de su corazón para ello, el libro transmite ese mensaje positivo que he mencionado al principio, esa idea de superación del miedo que me parece buena en sí misma y necesaria, ese concepto, por muy infantil que pueda parecerle a algunos, de esperanza, de posibilidad, de fe, elementos todos ellos sin los cuales la vida no es posible. No sé si esta obra es una novela o más bien un libro de autoayuda, el caso es que como con todos los libros de autoayuda, a pesar de sus lecciones, mejores o peores, cuando se pasa la última página todos nos quedamos frente al mundo solos, y entonces no hay alquimistas, ni lejanos desiertos ni meses y meses de sinsabores de tan solo dos párrafos, únicamente el lento y doloroso día a día, y eso en realidad depende de nosotros.
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Cuando yo explico estas cosas, la gente suele mirarme con cara de seta y no creerse abolutamente nada, porque al fin y al cabo hay periolistos/tertulianos que como saben de todo, también dominan estos temas, ¿y a quién vas a creer sino a los que salen por la tele gritando?, es que es de cajón vamos. Pero como soy así de tenaz, o de idiota, a ver si explicado por otras personas conseguimos que la gente deje de echarle la culpa de todos los males al pobre D'Hondt y a su sistema (que no ley).
Un saludo. Artículo: Podemos y el ‘sheriff’ de Nottingham Que las apariencias engañan es algo que cualquier persona inteligente ha aprendido y que cualquier persona medianamente inteligente, además, ha aprendido a olvidar. Después de tantos y tantos años, esta es la primera vez que veo el rostro de un hombre sin el cuál no sé qué habría sido de mí -vale, quizá estoy exagerando, pero esa exageración misma es un homenaje a este trabajador de las historias que tan buenos ratos me hizo pasar y que tanto educó mis gustos y hasta el prisma a través del cual veo la vida-, y he de reconocer que me ha decepcionado porque yo, que antes que inteligente soy imbécil, esperaba por deseo el semblante de un erudito, quizá porque asomaba alguna vanidad de que así, como amante de sus historias, podría considerarme similar, pero me encuentro con esas orejas, con esa nariz y con esa frente, resulta que me encuentro con un señor cualquiera, aun más, con uno de sus propios personajes, y resulta que aunque ya no tengo ocho años, este señor tan feo se empeña en enseñarme cosas, me da lecciones, se ríe de mí y conmigo y todavía es capaz de sacarle una carcajada al niño y una lágrima al adulto cuando advierto que el niño sigue aquí.
Os dejo este reportaje en prensa que me ha llevado a conocer accidentalmente el rostro que al crecer olvidé conocer. En ocasiones, hecho de menos aquellas locuras. Genial Juan Muñoz Martín. "Qué velocidad llevamos? -Cinco millas, mi capitán. -Son pocas. ¡Haced más millas! -gritó Garrapata. -¡Haced más sillas! -gritó Carafoca. Los marineros cogieron serruchos y martillos y empezaron a hacer sillas. Pronto la cubierta se llenó de sillas. Garrapata se tiraba de los pelos: -¿Qué estáis haciendo, majaderos? -Estamos haciendo más sillas. -Imbéciles, yo dije que hicierais más millas. -¡Ah, bueno, eso es otra cosa! -dijeron los marineros. El Salmonete, a golpe de remo, se acercó a la goleta. -¿Cuántos cañones lleva la goleta? -preguntó Garrapata. -Quince -contestó Calabacín. El Salmonete viró en redondo, Garrapata sacó el pañuelo y saludó: -¡Hasta mañana! ¡Son mucho cañones! La goleta, al ver huir al Salmonete, lanzó una andanada que llenó de agujeros los juanetes. -¡Cochinos! Me las pagaréis -rugió Garrapata. Garrapata dio una patada en el suelo, escupió por un colmillo y ordenó: -¡Novecientos grados a babor! El Salmonete empezó a dar vueltas vertiginosamente. -¡Disparad los polvorones! Los cañones vomitaron fuego. Como el barco giraba, unas veces disparaban contra la goleta los cañones de babor, otras los de estribor, otras los de popa, otras los de proa. Los marineros de la goleta estaban bizcos. -Echad el freno -gritó Garrapata. El Salmonete se paró junto a la goleta. Unos garfios como unas manazas de hierro cayeron sobre los parapetos de la goleta enemiga. -¡Preparaos para el abordaje! -rugió Garrapata. -¡Preparaos para el potaje! -repitió Carafoca." |
...un escritor es «un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve»...
La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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