Bueno, pues estamos aquí de nuevo, año nuevo, misma vida. Yo, por si acaso, cada 31 de diciembre espero que al son de las campanadas se produzca algún tipo de catarsis o tan solo una pequeña hecatombe, puede que un terremoto que sacuda los pilares de la realidad o del mundo, tanto da, pero nunca llega nada de eso. Sigo escuchando atento, apartando el deglutir, los accesos de tos y las sonrisas de mis oídos, pero únicamente oigo campanadas, y sonrisas, y champanes. No es que lo lamente, no es que lo desee, es solo un remedo infantil que pervive adherido a los huesos, un qué se yo ansioso como una fiebre inoportuna, un algo de cuento decepcionado sin que llegue el alivio que la seriedad adulta prometía. No importa, vosotros ni caso, es solo que presiento que este año la magia tendrá que seguir inventándosela cada cual y que tampoco en este bisiesto nos visitarán los extraterrestres, pero da igual, yo seguiré presintiendo, la esperanza de equivocarse es lo último que se pierde, porque al fin y al cabo todos ansiamos tener razón.
¿Qué a qué viene esto iniciado ya febrero? Pues quizá a que tengo mis propios tiempos y me niego a cambiarlos por los de otros, puede que me guste hablar a destiempo, o que no me guste que el tiempo se olvide de que las mentiras en ocasiones pueden ser útiles, y fue hace solo un mes. Pero no, soy yo quien miente ahora, la verdad es que no quería inaugurar el año como lo terminé, con palabras sobre realidades tan esenciales que son banales, prosaicas, hasta de mal gusto. La verdad es que no quería bajar al barro de nuestra materia prima, aun no. Polvo eres, sí, pero quisiéramos ser algo más. En fin, habrá que hacerlo. Y pronto. El cuerpo me lo pide, presiento que en el fondo me gusta el barro, y no puedo negarme. Bien, ya estoy preparado. Feliz Año Nuevo.
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