Hace más días de los que me gustaría os prometí que colgaría aquí uno de los trabajos que se incluirán en El cuaderno negro. Han pasado más días de los que me hubiese gustado, pero he tenido muchos problemas para hacerlo, quería haber adjuntado el archivo de forma que fuese descargable por vuestra parte, pero a pesar de que es una de las funcionalidades teóricamente disponibles me ha sido imposible, por eso os lo pego más abajo. Es un borrador aun susceptible de alguna modifición y no es el que en un principio tenía pensado, pero este es más corto, espero que así la lectura no se haga demasiado difícil en este formato. Quizá tenga que mudarme de proveedor, tal y como ya me han recomendado, pero para ver eso con calma necesito un tiempo que ahora no tengo, aunque lo estudiaré en cuanto pueda; mientras tanto espero que os guste el relato y aunque no sea así no dudéis en dejar vuestros comentarios, recordad que todo viene bien para mejorar. TRES CIPRESES Relato incluido en El cuaderno negro, de próxima aparición, de Sergio Navas Rufo. Más información en sergionavas.weebly.com Había tres cipreses, siempre hubo tres cipreses. Mi madre se empeñó en plantarlos mucho antes de que yo naciera y, con el tiempo, se hicieron demasiado grandes, demasiado altos para el pequeño patio del chalet que mis padres compraron en cuanto pudieron permitírselo, sobresalían por encima del tejado y podían verse asomando por allí desde la calle. El nuestro fue siempre en la urbanización el chalet de los cipreses. De pequeño me daban miedo, cuando era adolescente los odiaba, como odiaba todo lo demás, y cuando fui adulto los evité cuanto pude, sin embargo ya fuera por miedo, odio o indiferencia lo cierto es que nunca pude abstraerme de sus delgadas siluetas ni de aquellas puntas afiladas al cielo. Eran los únicos árboles de nuestro patio porque nuestro patio era tan pequeño que una vez plantados ya no hubo sitio para nada más. «Si tu padre los hubiese cortado a tiempo...» solía decirme, cuando estábamos a solas, mi ancianísimo abuelo desde la silla a la que lo habían acabado atando las secuelas de una antigua herida de una antigua guerra a la que marchó orgulloso para cambiar el mundo, y de la que saltó a otra que era la misma para acabar volviendo a su pueblo arrastrado, fugitivo y adulto, por la misma tierra de esos cipreses a casarse y tener hijos. Pasé mi infancia y mi juventud viendo ir a trabajar a mi padre y viendo ir a trabajar a mi madre bajo la escuálida sombra que los tres cipreses proyectaban sobre la casa, yendo al colegio primero y al instituto después. Tardes apacibles, domingos con los abuelos, por turnos; verano en el levante, apartamento en primera o segunda línea de playa, sombrilla a la mañana y paseo para digerir la cena, a veces caía algún helado; los estudios bien, gracias, no para tirar cohetes pero bien, suficiente para ir a la universidad, Derecho más concretamente. ¿Mi mujer? Mi novia de toda la vida, la que conocí en un punto indeterminado entre el instituto y la facultad; mis hijos, dos. La parejita, sí. Y chalet adosado en una urbanización de la periferia de algún centro, qué más da cuál. Ahora que recuerdo, una vez estuvimos a punto de ser cuatro en la familia, incluso mi madre llegó a dar a luz, pero mi hermanito murió a los dos meses por cosas de los lactantes, dijeron, pero en lo más profundo de mí sé que habiendo tres cipreses no podíamos ser cuatro. Cuando compramos el chalet justo antes de casarnos, mi madre se ofreció a decorarnos el patio «unos cipreses aquí quedarían estupendamente, ¿eh? Como los de casa», dijo agarrada al brazo de mi padre que asentía, sonreía y callaba. Naturalmente no dejé que los plantase. Al cabo del tiempo, sin embargo, los cipreses volvieron a la carga y encontré sorprendido que a la que entonces era mi mujer no le disgustaba la idea y que mis hijos, de cuatro y dos años, gritaban por las tardes «¡cipreses, cipreses!». «¡No! —respondía yo aterrorizado— ¿no veis que somos cuatro?». Mi mujer no me entendía y mi madre replicaba «nunca venís a vernos».
Un día llegué de la oficina y encontré tres jóvenes cipreses plantados en el patio, todos estaban a su alrededor adorándolos: mi mujer, mis hijos, mis padres y mis suegros, alababan lo bien que quedaban y cuánto iban a crecer; solo mi abuelo permanecía apartado en el rincón en que habían dejado su silla, a la sombra porque no le diese algún mal por culpa de la luz, quiero decir del sol. Ignoro si llegaron a verme o no, tan abstraídos estaban con aquellos árboles y la vida que les esperaba, aunque creo que tampoco entonces lo hicieron, únicamente crucé una mirada con mi abuelo que a su vez me miraba desde su rincón; senil, sí, pero me sonrió con los ojos húmedos mientras me daba la vuelta y me marchaba. Nunca he vuelto y nunca me he arrepentido: desde entonces he visto mares infinitos apagar el sol y lunas espectrales recortarse contra las montañas que sostienen el cielo; he contemplado y padecido la miseria y la desgracia de los hombres, pero también he sido testigo de su grandeza; he burlado a la muerte y he traído la alegría, en una ocasión participé en un asesinato político que por desgracia salió bien y lo corrompió todo (y de pronto tuve que huir de aquel bello país) y en otra salvé a una embarazada de un naufragio y la vi morir empapada mientras sostenía al fruto reciente de su vientre; mendigué para no morir y dilapidé dos fortunas en el juego (una tercera la robé solo para donarla entera a quien no tenía nada); he reído hasta no poder más con conocidos y desconocidos; he llorado por mí y por otros; he amado más de lo que el corazón puede soportar y he pasado hambre y soledad; lo único que a estas alturas me fastidia son esos cipreses, quién iba a pensar que en este país tan lejano del mío también tienen costumbre de plantarlos en los cementerios. —Bueno, y vuestra vida ¿qué tal fue? —pregunté a los que me acompañaban en busca de algo de entretenimiento para la eternidad—. Alternemos nuestras historias.
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La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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Abril 2020
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