De res publica
Vayamos ahora a otro tipo de cuestiones, empezando por la afectación que esta crisis puede tener en el Estado como forma de organización. En épocas de crisis es habitual que la gente busque aquello que le hace sentir más segura, así, un retorno a los viejos estados-nación es casi obligado. Pero cuidado, porque esto depende de la concepción nacional previa. Por ejemplo, en España esta situación puede llevar a un reforzamiento de las posiciones independentistas en Cataluña: la argumentación de que el Estado español ha fallado y que de haber sido independientes todo se habría hecho mejor es fácil y, como cualquier contrafactual, irrebatible (lo que no implica ni mucho menos que sea cierto); de hecho, los enfrentamientos que protagoniza Torra con el gobierno bien podrían ir en la dirección de preparar y abonar dicha argumentación[1]. Por otro lado, si la conciencia nacional es relativamente débil o está vinculada a concepciones específicas o ideologías determinadas, puede conducir a un debilitamiento del poder estatal, sería el caso de lo que sucede en España, donde buena parte del sector conservador posee, no un sentido patrimonial del Estado y la nación, como habitualmente se dice —lo que implicaría que consideran que el Estado y la nación son suyos—, sino un sentido personal de los mismos, esto es, que ellos SON la nación y el Estado, es decir, que ellos SON España. Así, todo lo demás, aquello que discrepe, no serían España ni españoles, al menos no verdaderos españoles, por eso todo lo que sea un gobierno no conservador les resulta en realidad ilegítimo y, por lo tanto, resulta lícito atacarlo de cualquier manera (bulos, medias verdades…) y socavar su poder y autoridad —lo que no tiene nada que ver con la pandemia—, puesto que dicha actitud obedece a un fin superior: recuperar España para los verdaderos españoles (lógicamente ellos definen quiénes son esos verdaderos españoles[2]). Este debilitamiento del poder y legitimidad del Estado dificulta a su vez la respuesta a cualquier crisis, o cuestión concreta, no tiene por qué tratarse de una crisis, lo que a su vez ejemplifica la incapacidad e indignidad de los ocupantes del poder y contribuye a reforzar la posición de los atacantes. Esto es aplicable a cualquier país con fracturas internas semejantes a las españolas, ya sean de corte nacionalista, religioso…, lo importante es que dividan a la sociedad en grupos bien diferenciados y relativamente homogéneos. Estoy pensando, por ejemplo, en el Reino Unido, con el brexit y los problemas con Escocia. Pero también encontramos indicios de esta actitud, por ejemplo, en EE.UU., con las acusaciones de falta de patriotismo de Donald Trump a todos aquellos que se niegan a seguir su estrategia de culpabilizar a China por el brote. En cualquier caso, tal y como se puede leer en multitud de comentarios, el viraje hacia el estado-nación es perfectamente lógico no solo por cuestiones psicológicas o emocionales de apego e identificación, sino porque sigue siendo la entidad que conserva la potestad, el poder, para tomar las decisiones necesarias, tales como decretar el confinamiento o movilizar los recursos sanitarios, militares… que se precisen para garantizar la seguridad. Incluso desde el punto de vista económico, el concurso del Estado es esencial pues, aunque se reciban ayudas externas, deben ser canalizadas a través de la estructura burocrática y administrativa de los Estados. Por lo tanto, en general, es de esperar que esta situación traiga un reforzamiento del estado-nación clásico, de su papel y de su concepción. De hecho, como también se ha señalado en los diversos medios, incluso en Europa —la región más integrada del mundo— la primera respuesta a la pandemia fue estatal, con cierres de fronteras unilaterales incluidos, quedando la UE francamente sobrepasada, por no decir en ridículo. El término clave es, por supuesto, la seguridad. Es lo que hace que nos volvamos hacia nuestros respectivos Estados, pues son los garantes últimos de la misma; al fin y al cabo, la policía y el ejército dependen de ellos, y ya sabemos que cuando la seguridad se ve amenazada, los humanos retrocedemos en la evolución, el neocórtex se desactiva y estamos dispuestos a aceptar algunas cosas que de otra forma no aceptaríamos y a buscar liderazgos fuertes que aporten esa sensación de seguridad que las crisis destruyen y que es, por definición, imposible en circunstancias así. Es una respuesta evolutiva lógica: no puede haber libertad sin vida. Democracia o autoritarismo Algunos han disertado sobre la aparente mejor capacidad para dar respuesta a este tipo de crisis de los países no democráticos, en línea con la idea general sobre la lentitud e incluso ineficacia de los procesos de toma de decisiones democráticos, obligados a consultas y respeto a los Derechos Humanos antes de tomar unas decisiones que en casos de emergencia deben ser tan inmediatas como contundentes, y a la dificultad legal para aplicar los recortes necesarios de los derechos y libertades en según qué situaciones. Dicha opinión deviene de la actuación de China. Otros han opuesto las decisiones de los países democráticos, que han sido capaces de tomar decisiones similares a las chinas que han resultado tanto o más eficaces que las del gigante asiático sin tensionar su sistema jurídico-político, especialmente Corea del Sur. Me gustaría divagar un momento sobre esto. Por un lado, como se ha demostrado incluso en el caso de España, no es cierto que los países democráticos no puedan tomar según qué decisiones: los mecanismos jurídicos están habilitados en sus arquitecturas jurídico-constitucionales. Podría achacarse cierta lentitud general de las democracias en la gestión ordinaria, al menos teóricamente, pero en la práctica, comparativamente hablando, y si tenemos en cuenta también la eficacia de las decisiones, no creo que exista ninguna ventaja innata a favor de los regímenes no democráticos —cuidado, tampoco al contrario, aunque esto requeriría un desarrollo cuyo momento y lugar no es este—. Por lo que a situaciones de crisis respecta, la capacidad de las democracias ha quedado, en mi opinión, demostrada. No obstante, hay algo en lo que las sociedades democráticas deben permanecer muy vigilantes: el respeto a los derechos individuales, no vaya a ser que se escapen y recorten innecesariamente solo porque eso hace las cosas más fáciles o incluso por motivos más oscuros. En este sentido, las recientes declaraciones del Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil son, al menos, preocupantes. Es cierto que se puede tratar de un lapsus, pero traen una música que, intencionadamente o no, empieza a hacerse familiar, y que resulta muy peligrosa. Otra cosa es el entorno sociopolítico en el que las decisiones más duras y restrictivas son tomadas en las democracias y su capacidad para lograr su efectivo cumplimiento; ese entorno sí es importantísimo y puede determinar la eficacia definitiva de las medidas, sin embargo, no creo que esté directamente relacionado con la forma de gobierno de la sociedad. Me explicaré. Todos nos hemos quedado asombrados por la aparente disciplina con la que los chinos han seguido y aceptado el confinamiento[3]; y es cierto que esto es mucho más fácil si detrás existe un estado totalitario sin garantías de los derechos individuales, qué duda cabe. Sin embargo, la misma disciplina, al menos, la hemos visto en Corea del Sur. La clave es el entorno del que hablaba. Utilizo la palabra entorno en un intento de que el concepto al que aludo resulte lo más amplio y genérico posible, lo veremos mejor a través del ejemplo de estos dos países asiáticos: se ha comentado acertadamente que el bagaje cultural confucionista de la población sínica, que profundiza en la fidelidad, la lealtad, el orden y la jerarquía tanto a nivel social como familiar, conforma sociedades que acatan mejor las directrices del poder establecido. Si añadimos a esto el factor miedo por la amenaza a la seguridad personal de la que hablábamos antes, se dan las condiciones para un cumplimiento ejemplar del confinamiento y la aceptación de medidas que puedan recortar la libertad individual más allá de lo habitual o permitido en ambos países. Así, a los gobiernos chino y coreano les resulta relativamente fácil adoptar medidas tan duras, pues pueden estar relativamente seguros de contar con la obediencia e incluso aquiescencia de sus poblaciones, algo que resulta especialmente importante en el caso de países democráticos como Corea del Sur. Viajemos ahora a Europa. En comparación con el caso coreano, nos encontramos en primer lugar con una cierta reticencia, traducida en tardanza, a la hora de tomar las decisiones más duras. Eliminemos algunas variables específicas, como la divergente experiencia coreana y europea con los anteriores coronavirus (que apenas afectaron fuera de Asia) y cierta soberbia occidental. Quedan ahora mejor expuestas las reticencias para tomar estas medidas relacionadas con el miedo a la desaprobación pública. Lo veremos nuevamente mejor a través de un ejemplo: dejando a un lado las variables que acabo de indicar, ¿qué gobierno habría decretado por ejemplo en España el confinamiento o el cierre de fronteras mientras sociedad y medios nos ocupábamos en ofendernos por la clausura del Mobile World Congress en Barcelona? Recordemos que a la par se celebraba en Holanda (creo) un congreso similar —que tampoco se anuló—, y que por aquel entonces el coronavirus no era más que una gripe. Incluso algunos de los que después criticaron al gobierno por no haber decretado el confinamiento antes, lo culparon entonces por la clausura del Mobile. Es decir, el miedo a reacciones de la opinión pública contrarias sí es un factor que juega en contra de las democracias a la hora de tomar según qué decisiones, especialmente en aquellos países en los que, culturalmente hablando, determinados valores comunitarios[4], tanto social como individualmente, son relativamente débiles. Estos países suelen ser aquellos que muestran las sociedades más fracturadas, tales, precisamente, como España o Italia en la actualidad, aquellos de los que hablábamos al principio. Afinemos un poco más el concepto. En lugar de entorno, usaremos otro: legitimidad, concretamente legitimidad de la autoridad. El confucionismo contribuye a legitimar la autoridad, el liberalismo, con su individualismo, la socava. Las democracias son el mejor mecanismo que ha encontrado el ser humano para lograr el necesario punto intermedio entre el mantenimiento de las sociedades humanas como proyectos comunes, con lo que eso implica de cesión de libertad, con el respeto a la esencia del ser individual y a sus derechos y libertades innatas; pero existen mecanismos disruptores. Uno puede ser un excesivo amor por el Estado o un líder concreto, otro puede ser el neoliberalismo. Ambos, cada uno, en sentido opuesto, son negativos. Para el caso que nos ocupa, un excesivo individualismo puede llevar a una oposición innata a las medidas del gobierno, lo vemos por ejemplo en ciertos sectores norteamericanos, para los que el gobierno es siempre y per se sospechoso e incluso enemigo; pero también en sociedades como la española este sentimiento existe, mezclado con componentes patrios como la supuestamente elogiable picaresca: cualquiera que haya ido a hacer la compra estos días, por ejemplo, ha podido comprobar la muy personal manera de algunos de respetar las medidas de seguridad, y no es raro que haya sido testigo de algún enfrentamiento o discusión al respecto; por otro lado, las noticias sobre sanciones, etcétera, son habituales y llamativas tanto aquí como en Italia. En la práctica, paradójicamente esto nace del fracaso de la construcción del Estado liberal en el s.XIX, y no tanto de la concepción individualista del liberalismo (exacerbada por el neoliberalismo), que precisamente por ese fracaso previo encontró un sustrato ideal, unas condiciones magníficas para injertarse en el individualismo ya existente. Es decir, el fracaso a la hora de construir el estado-nación (tanto en la creación de la conciencia nacional a través de los dos clásicos mecanismos fundamentales, escuela y servicio militar[5], como en la prestación de servicios efectivos que lo justifiquen frente a la población) produce falta de confianza en el mismo, y necesidad de valerse uno mismo de manera más radical. En La confianza, Fukuyama exponía que ese fracaso era el germen de la mafia en Italia, que sustituyó al Estado en la prestación de los servicios básicos de los que debería haberse encargado, como el apoyo a ciertos colectivos, el mantenimiento de un cierto orden social y económico (con un cierto sistema de justicia) o, incluso, algunas obras públicas, articulando la sociedad; de ahí su tremendo arraigo y poder en algunas zonas. La cuestión es que, cuando falla la legitimidad, es imposible construir la lealtad. Mientras, otros países de Europa han optado por las mismas medidas o similares, pero el clima social, por llamarlo de alguna manera, es distinto. Hay que reconocer, es cierto, que la afectación por la pandemia no ha sido tan acusada, no ha explotado de la misma manera que en España e Italia, pero la «forma social» de la manera de afrontar la respuesta a la pandemia es diferente. No pretendo decir que en otros países no haya quien se salte el confinamiento o que no existan críticas, ni mucho menos, pero sí que la forma de aceptar la responsabilidad personal al respecto es diferente según la herencia cultural. Dicho de otra manera, a nosotros en general nos cuesta aceptar este tipo de normas más que a otros con una herencia cultural de tipo protestante, en la que el concepto de ética personal está mucho más implantado, siendo la responsabilidad individual, lógicamente, el centro de dicho concepto. Todo ello deviene de las implicaciones de la doctrina de la predestinación, lo que en su momento se tradujo en cambios sociales y éticos, pues era menester mostrar que se estaba predestinado a la salvación mediante el éxito económico y la obtención de una posición social, lo que implicaba a su vez una ética personal que era prácticamente pública, que se ejercía hacia fuera, sin nada que esconder, y que se aplicaba con rigor, pues lo que estaba en juego era nada menos que la vida eterna, y el primero que debía ser convencido, para la propia tranquilidad, era uno mismo. Volviendo al tema de la toma de decisiones, existe otro elemento que interfiere en las mismas y que se produce de igual manera en sociedades democráticas y no democráticas: el miedo a las represalias en caso de transmitir malas noticias a los superiores. Esto, que ha sido tan criticado en China, también sucede en España, y está relacionado con la existencia de jerarquías autoritarias con procedimientos de selección no relacionados con el mérito y las capacidades propias, sino con sistemas clientelares, lo que a su vez produce que las organizaciones en que esto se da registren en sus niveles de mando un relativamente bajo nivel de compromiso con los objetivos que teóricamente tienen asignados o, al menos, su supeditación a otros intereses mucho más personales, o de grupo, pero privativos en cualquier caso. Es un problema realmente grave, pues cortocircuita la transmisión de información, impidiendo la toma de decisiones a tiempo o, al menos, la toma de decisiones correcta y completamente informadas. Nuevamente estamos ante una cuestión de ética personal y responsabilidad individual, lo que nos vuelve a colocar en el marco social y cultural y evoca inevitablemente las tesis expuestas por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su obra Por qué fracasan los países. En esta crisis concreta que vivimos, todo este asunto de la responsabilidad personal y la ética es especialmente importante, dado que al final esta pandemia es un asunto de responsabilidad personal: lo único que puede evitar el contagio es el compromiso profundo e individual para con las medidas de higiene y distanciamiento social, y la medida de la ética personal la da el hecho de seguirlas independientemente de lo que hagan los que nos rodean, únicamente porque se posee la convicción íntima de que es lo que se debe hacer, dicho de una forma más filosófica, seguir las recomendaciones es practicar el bien. Volviendo al tema Una vez asentado que no es cuestión de democracia frente a autoritarismo y que la clave está en la confianza en el gobierno y el Estado —algo básico en el oriente confucionista y muy laminado en el occidente neoliberal individualista y asaltado por populismos de derechas—, lo que genera legitimidad y, con ella lealtad, y que deviene de una ética íntima profundamente asentada, retornemos a la repercusión que esta crisis tendrá sobre las formas políticas. El fortalecimiento del estado-nación del que hablábamos al principio podría coadyuvar, junto con el posible proteccionismo económico que ya comentamos, a un repliegue de los estados sobre sí mismos, a una desconfianza internacional y a un debilitamiento de la cooperación transnacional, pero ya veremos eso más adelante. En esta parte estamos hablando sobre el Estado, y se me ocurren dos principales consecuencias. Por un lado, la repercusión en cuanto a las tensiones centrífugas en los países que las sufren, como España; por otro, la repercusión en cuanto a autoritarismo se refiere. En cuanto a los países que sufren con mayor fuerza las tensiones centrífugas (y las centrípetas que suelen acompañarlas como reacción), como ya indicamos al principio lo más probable es que esta crisis cause un reforzamiento de las concepciones independentistas, con el consiguiente incremento de la tensión interna. Para aquellos que ya están convencidos, salvo que el gobierno estatal haya realizado una gestión tan magnífica que sea imposible la más mínima crítica, achacar la culpa de lo ocurrido al gobierno, o simplemente suponer que de haber sido independientes todo habría salido mejor, es un recurso muy fácil. Entrarán aquí en juego los sesgos, como el de confirmación. La situación también es un vector de propagación del independentismo, tanto más eficaz cuanto más haya sufrido la sociedad que, inmersa en el dolor, siempre estará dispuesta a buscar culpables sin atender a demasiados argumentos. El impacto verdadero de la pandemia en esta cuestión dependerá por supuesto del número de convencidos, cuantos más independentistas se refuercen, más impacto tendrán las nuevas movilizaciones que, plausiblemente, seguirán a la pandemia[6], y más masa crítica propagará sus ideas, incrementando la posibilidad de lograr nuevos adeptos a la causa. La respuesta de los Estados ha de ser manejada con cuidado, el recurso a la represión y a un mayor autoritarismo puede ser una tentación; cuanto más débil y/o menos democrático sea el Estado, mayor tendencia a ello. En lo que se refiere al autoritarismo, hay que tener en cuenta que una pandemia de estas características es potencialmente desestabilizadora. ¿Qué ocurrirá en los países menos desarrollados con regímenes poco transparentes y formas de gobierno poco asentadas? La posibilidad de protestas (al menos cuando se contenga la pandemia) y el descontento generalizado que pueden provocar la caída de gobiernos de maneras poco amables es evidente: golpes, alzamientos… La tentación de esos Estados de ejercer la fuerza para mantener el control antes, durante y después de que la pandemia llegue a su territorio será demasiado grande. Otra variante de lo anterior es la de determinados Estados cuyos dirigentes aprovechen el miedo generado por la pandemia para acumular más poder. Es lo que estamos viendo en Europa en el caso de Hungría y Polonia, países que ya vienen laminando los elementos democráticos y que aprovechan el plus de miedo de la enfermedad. En resumen Todo lo anterior se condensaría en un diagnóstico relativamente sencillo: la pandemia va a someter a un gran estrés a los Estados según sus fracturas internas previas, pero la necesidad de combatir un peligro común y el miedo generado por la enfermedad que conducen a un debilitamiento de la consideración debida a los derechos individuales, así como la necesidad de un liderazgo claro y fuerte, pueden conducir a que se opte por modelos de autoridad reforzada para afrontar esas tensiones y ese estrés del principio. Esto puede ser un error estratégico de primer orden. En primer lugar, porque, como demuestra la historia reciente, las situaciones de crisis son impredecibles y el enfrentamiento como táctica puede acabar siendo contraproducente. En segundo lugar, porque esa desconexión del neocórtex, esa necesidad de un liderazgo fuerte e incuestionado será temporal, y después habrá que hacer frente a las consecuencias y responder por lo que se hizo —o lo que no—. En cualquier caso, no creo que esta pandemia logre cambios de régimen generalizados por sí misma. Los países con regímenes autoritarios que poseen un mayor control de la sociedad y que tienen a su disposición un poder estatal bien asentado, podrán controlar sin demasiados problemas las posibles derivas, un ejemplo sería Irán, uno de los países más afectados por la pandemia al inicio y que padecía las sanciones económicas, por lo que se podría haber pensado en una caída del régimen, pero ahí sigue, y ya está reabriendo. Sin embargo otros países, por ejemplo en África, donde el control estatal sobre el territorio y la población es más laxo, son terreno abonado para las revueltas a poco que la pandemia tenga cierto impacto: cualquier facción puede aprovechar o directamente instrumentalizar el descontento para alzarse. Otro caso digno de atención será América Latina, compuesto por democracias frágiles, Estados débiles y sociedades polarizadas que arrastran multitud de problemas previos y en las que la respuesta a la pandemia está siendo dispar y poco efectiva, lastrada por la debilidad estatal tanto en lo que a su poder se refiere como en lo que atañe a los servicios públicos. En estos países, en los que se está viendo un contraataque fortísimo de la derecha en los últimos años, quedarán al descubierto las debilidades de los sistemas públicos en comparación con los gestionados, o al menos el intento de ello, por los gobiernos del anterior periodo político. Esto seguramente incremente el enfrentamiento político izquierda-derecha tan clásico y tan exacerbado últimamente en este continente y, teniendo en cuenta la historia que han producido allí este tipo de enfrentamientos, las perspectivas pueden no ser demasiado buenas. Otro aspecto esencial, relacionado con lo anterior y que de alguna manera hemos esbozado al hablar sobre el surgimiento de la mafia en Italia, es el de los países débiles pero sin facciones opositoras que aspiren al poder político de manera directa. En ellos, determinadas organizaciones pueden sustituir las funciones estatales en el sostenimiento de la sociedad, lo que generaría legitimidad y lealtad hacia ellas. El problema surge cuando nos cuestionamos los intereses de esas organizaciones. Esto, al parecer, ya está sucediendo en regiones de Italia con la mafia, de Oriente Medio con Hezbolá o los Hermanos Musulmanes, o en América Latina con cárteles de narcotráfico y otras organizaciones criminales. El reforzamiento que obtendrán, con el consiguiente debilitamiento de los correspondientes Estados, lo padeceremos en los próximos años, ya sea frente a atentados islamistas o con incremento de la criminalidad organizada. Por lo que a España se refiere, junto a las tensiones nacionalistas y a la deriva de la UE, aspectos que ya hemos tratado, las principales consecuencias están relacionadas con los polvorines africanos (sahel y áfrica subsahariana) y latinoamericano, por lo que atañe a la inmigración, la seguridad (actuación, repercusión e incluso llegada de nueva criminalidad organizada así como islamismo radical) y las repercusiones económicas debido a los intereses de las empresas españolas en estos países; como se ve, las mismas materias de siempre, pero sacudidas por la pandemia, lo que las hace más impredecibles y peligrosas, pues España es, por su situación geográfica y su historia, centro no solo de paso, sino de asentamiento de organizaciones criminales ya sean yihadistas o de crimen organizado que en poco tiempo podrían proyectar aquí su nuevo poder. [1] Esta parte está escrita hace casi dos semanas, lo aclaro porque las recientes declaraciones de la portavoz del Govern encajan a la perfección, y como a todos, en ocasiones a mí también me gusta tener razón. [2] Quienes pensaran que el problema nacionalista se limitaba en España al eje centro-periferia, se equivocaban, la fractura económica se une a un evidente sesgo nacionalista debido a nuestra historia reciente. [3] Digo aparente porque la transparencia informativa del país no es precisamente la mejor, menos ahora después de la expulsión de corresponsales americanos. [4] Para que no haya confusiones: cuando hablo de esos valores comunitarios, me refiero principalmente a la aceptación del sacrificio propio por el bien común, social, en el bien entendido de que dicho bien es, a la vez, un bien propio, si bien puede que de una manera genérica o indirecta. [5] En España en el s.XIX la escuela se dejó en manos de la iglesia, que no crea conciencia nacional, pero sí religiosa, siendo ya demasiado tarde cuando se iniciaron los intentos de crear un sistema nacional de educación púbica. Por otro lado, el servicio militar no era igual e igualable para toda la sociedad, sino que las capas más adineradas podían evitarlo pagando, lo que lo convirtió en algo propio de los pobres, que eran los que sangraban y morían por el país. [6] Atención, no olvidemos que vivimos en el s.XXI, las movilizaciones sociales no tienen por qué asumir necesariamente la forma de manifestaciones en las calles, las redes sociales pueden también ser escenario de ellas, especialmente en situaciones como la actual en que la proximidad física es difícil o imposible (hay que tener esto en cuenta también a la hora de considerar reacciones sociales en países que podrían reprimir manifestaciones).
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...un escritor es «un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve»...
La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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