La Feria del Libro terminó. Una feria más que cada año me apasiona menos: calor, colas, opciones infinitas y personajes. El Retiro en todo su esplendor. Yo acudía prevenido ante quiromantes, músicos y desmúsicos, voces ignotas bellas o de las otras, titiriteros con o sin títeres, algo de policía, mucho curioso para arroparme entre el calor, turistas propios y extraños y girasoles avariciosos en paños menores, pero no para ballenas grises. Y eso fue lo que vi al otro lado de los barrotes que protegen los mares de asfalto de ese mundo de fantasía verde e imaginación y lo contienen en su debido lugar, no vaya a desbordarse y colisionen sus olas contra la predecible apatía del alquitrán del suelo y el alquitrán del aire. Marchaba yo aquejado de la prisa que me aqueja siempre al navegar el gris reglamentado y caótico, brutal y tan ordenadamente previsible que legisla la vida y la muerte, separado tan solo del destino que podía curarme por un río de acero (de alta gama en su mayor parte), y pensaba ya en lanzarme contra sus corrientes y contra las normas y el sentido común con tal de arribar antes cuando la vi, nadando hacia mí, camuflada en el entorno, gris entre lo gris, desde el pelo a las aletas, con la misma piel niblancaninegra con que siempre me la escupe mi acuario de 40 pulgadas, a pesar de que esto fue en un día festivo. Parecía nadar en derredor pero sin rumbo fijo, como buscando una entrada a mi destino, o como si la hubiese buscado durante años sin encontrarla, o como si habiéndola encontrado no hubiese podido entrar, y hubiese tenido que conformarse con observar desde fuera y trazar círculos —quién sabe en qué puede transformar eso el alma de una persona— hasta que el gris del petróleo refinado por los hombres que son responsables (porque el petróleo sin refinar es venenoso, mata deprisa) le hubiese impregnado, hasta penetrado —pues asomaba a sus ojos—, incluso en un día festivo. Toda gran ballena marca el rumbo a un pequeño tiburón simbionte, lo sé, lo he visto en mi acuario y esta no era una excepción. Nadaba al mismo paso cansado que el enorme mamífero al que debía seguir, hablando por teléfono, sin prestarle demasiada atención, como si ya no importara, como si apenas seis meses fueran suficientes y la ballena ya estuviese amortizada y no mereciese la pena, a estas alturas ¿qué peligros puede haber en este mar señorial? Son solo seis meses y otro espécimen navegará este cieno, quizá brioso y decidido, quizá hasta que se canse de nadar contra este gris espeso y maloliente, quizá sea otro tiburoncillo el que lo siga. Afortunadamente no soy arponero, yo solo quería cruzar el canal, la prisa me agobiaba, o quizá fuesen las siglas que respiraba: CO2, CO, NO2, todas semejantes, todas malignas, todas necesarias. Al menos según las personas que son responsables. Y entonces él levantó la vista del suelo contra el que se arrastraba penosamente y me miró, y supo que lo había reconocido, y yo supe que él lo sabía, pero ni aun así pudo nadar derecho, apenas ensayó un intento, pero el miedo que cruzó sus ojos se lo impidió. Creo que fue el miedo. Y por qué habría de tener miedo de mí, si solo soy uno de tantos miles de peces, pequeño, insignificante, apresurado. Quizá porque yo soy azul, quizá porque ya ve arponeros en todas partes, quizá porque solo así se puede sobrevivir siendo gran ballena gris. Yo únicamente quería llegar a aguas más limpias, más puras, más sanas. A mis aguas. Pero él me miró, y vi ese instante de miedo y ese infinito cansancio, esa piel de corte elegante con corbata a juego a pesar del calor que parecía pesar(le) una tonelada. Seis meses. Quizá debería haberle avisado, haberle advertido ¡quítatela! No es bueno nadar con tanto peso, pero qué puede enseñar un pequeño pez como yo a una vieja ballena como él, grande y solemne como pocas, tercero de los de arriba —seis meses—, camino según parecía del cementerio de ballenas. Seis meses. ¿Podrá vivir cuando deje de ser grande e importante y solo sea ballena? Una ballena más, vieja de repente. ¿Sabrá vivir? Me preocupa la fauna, no puedo evitarlo. ¿Qué lleva a un joven pececillo a luchar hasta convertirse en honorable ballena gris? No preguntaré si compensa, entre las ballenas esa pregunta es la mejor forma de que no lo haga, me quedaré con un más apropiado ¿todo para esto? De aquel encuentro de hace unos días lo que más recuerdo es la tristeza, el cansancio, la desesperanza, la soledad infinita. El gris. Y esos ojos vacíos que tuvieron un acceso de miedo y acabaron pidiéndome socorro a mí antes de continuar yermos y agotados de nuevo. Pero yo tenía mis propios problemas. Logré llegar al aire limpio y mi prisa remitió, paseé, vi, curioseé y después tuve que marcharme de nuevo a la realidad responsable, sin olvidarme de recoger en consigna mis problemas, que acomodé otra vez de la mejor forma posible para que no me duela demasiado la espalda. Aun no he conseguido solucionarlos, pero estamos en ello. Por cierto, ojalá algún día la respuesta sea: SÍ.
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