Así, a gritos, empezamos el temita. Puesto que así se ha estado tratando desde el principio, sigamos en la misma línea, no vaya a ser que no nos entiendan si no gritamos, al fin y al cabo ¡ESTO ES ESPAÑA! Por cierto, que el comentario llega cargadito, recomiendo dosificarse y respirar hondo. Mariano y cierra España Pues sí, ya estamos donde advertimos que llegaríamos hace mucho tiempo, y aun así nada se ha hecho. Bueno, no, en realidad sí que se han hecho cosas, en realidad muchas: todas las necesarias para que nada alterase el rumbo marcado y pudiésemos llegar aquí tal y como estaba planeado así que, como de bien nacidos es ser agradecidos, reconozcamos el enorme mérito y trabajo del principal artífice de la situación actual: Mariano Rajoy Brey, —así, con nombre completo, porque así será como lo recuerden los libros de historia—, y es que ya desde su más tierna oposición comenzó su asedio a Cataluña. Con el fino instinto político que lo caracteriza atisbó que, ante la falta de una ETA como Dios manda (mira que rendirse a los rojos) y el acecho de la corrupción (recordemos que por aquel entonces la crisis económica era impredecible, al menos para los liberales) necesitaba un motivo para agrupar a las propias huestes en torno a su discutida persona, y lo normal de toda la vida de Dios ha sido buscarse un enemigo. Y aquí estamos, una guerra civil, una dictadura y una transición después, casi en el mismo punto, ¿tiene o no tiene mérito? Que sí, que nada de esto habría sido posible sin la inestimable colaboración de Mas y compañía, que se han ido arrinconando ellos solitos, pero ¿quién sino el PP inició la escalada y la ha ido aumentando siempre que ha podido? ¿Quién ha sido la pareja perfecta del baile independentista? A pesar de lo que el coro mediático nacionalistaespañol repita una y otra vez, y sin despreciar el papel de los independentistas catalanes (que por otro lado son independentistas, es decir, está en su naturaleza, no engañan a nadie), nadie como Rajoy ha traicionado todo aquello que él mismo propugna y que razonablemente se podía esperar de su cargo —no tanto de él—. Y a pesar de todo, le ha salido bien, ahí está, en la Moncloa, a pesar de la corrupción, de sus mentiras sobre la crisis, de la pobreza y la desigualdad, de sus mentiras y su incapacidad generales. Me rendiría ante su genio si no tuviese serias dudas sobre si tanto éxito es hijo de su acierto o primo, al menos, de la estupidez de los demás. Olvidemos el pasado La pregunta lógica ahora es qué va a suceder a continuación. Bien, vayamos por partes, pues para anticipar lo que pueda ocurrir antes hay que fijar las reglas del juego. Como ya indiqué en otros comentarios, la estrategia nacionalista española se basa en una interpretación positivamente jurídica (en un sentido muy positivista del derecho) ya criticada, mientras que la nacionalista catalana lo hace en una interpretación más amplia y cercana a la realidad[1] que sin embargo no está exenta de problemas. Así, el gobierno central ha reaccionado como se esperaba, tirando de Derecho y juridicidad, incluso alterado ad hoc, véase la reforma del constitucional que, sin embargo, parece que no se atreve a activar, al menos de momento, dada la barbaridad que supone y el riesgo de enfrentamiento en el TC que podría conllevar[2]. El salto hacia… Los independentistas actúan como era esperable: dando un salto en el vacío. Se argumenta que esto es ilegal y por tanto carente de validez, lo que por muy formalmente correcto que sea ignora una vez más que la validez última no la aporta la legalidad, sino la legitimidad, y que esta es, como no podía ser de otra manera, mucho más mutable que la misma legalidad que deviene de ella. Además, es habitual en los actos creadores de soberanía que en la historia han sido que se produzca un salto en el vacío (legal) en el que se pasa de una legitimidad a otra, una especie de paso del Rubicón soberano en el que se olvida deliberadamente lo anterior y la sociedad se entrega a un nuevo orden simplemente porque quiere hacerlo, porque es soberana para hacerlo. Agradezcamos que en este caso no haya mediado una guerra para lograrlo (insertar carita asustada). La transición es uno de los casos en que este salto no se produjo, pero claro, únicamente porque se hizo a través y respetando la legalidad franquista, con lo que de legitimación de la misma tiene (uno de los grandes problemas en la raíz de la situación actual del país), legalidad que a su vez sí nació del salto del que hablamos mediante una guerra de persecución y exterminio del rival político, ahí es nada. Por cierto, que la anterior legitimidad, la republicana, practicó el salto a través o desde el trampolín de unas elecciones, otra casualidad. ¿De qué depende entonces la legalidad final? Pues como tantas otras cosas en la vida, del éxito. Si el referéndum se celebrase y la secesión tuviese finalmente éxito, todo lo que estamos viviendo hoy sería el hecho constitutivo, nuclear, el nacimiento de la nueva república catalana, y se estudiaría como tal en los colegios, asumiendo desde entonces plena legitimidad por sí misma o, más bien, por su propio éxito. De alguna manera se justificaría a sí misma por su propia existencia y todo el ordenamiento jurídico, todo el cuerpo legal — constitución incluida— que deviniese de ella asumiría plena vigencia, tal y como ahora puedan tener las mismas leyes contra las que se rebela el proceso independentista —Constitución del 78 incluida—. Seguramente se generaría en cierto sector de la sociedad española (ya sabemos cuál), un sentimiento irredentista que con el paso del tiempo quedaría a la misma altura, según las circunstancias, que el asunto de Gibraltar o las colonias americanas o africanas. Se ha pretendido encontrar amparo en el Derecho Internacional, uno de cuyos más famosos pilares (y más manoseado) es el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Analicemos esto un momento. Dejando a un lado el hecho de que el derecho de autodeterminación fue concebido para algo tan concreto como la descolonización, y con unas condiciones inaplicables al caso catalán por mucho que quieran algunos, el problema del Derecho Internacional es la ausencia de fuerza coactiva legítima que lo respalde, es decir, no existe un juez que pueda ordenar a una policía internacional que lo aplique, así pues —y conectando con lo que decíamos más arriba sobre el éxito— el Derecho Internacional, que se lo debe casi todo a los Estados medianos y pequeños que necesitan una defensa frente a las grandes potencias, depende aun del poder. Y en las circunstancias en que estamos el poder lo dan los apoyos: sería imprescindible que una Cataluña independiente obtuviese cuanto antes reconocimiento internacional de una parte significativa de Estados y, antes que nada, de la potencias internacionales, ninguna de las cuales lo va a otorgar; este, si llega, lo haría después de años y nunca antes de que la independencia estuviese consolidada; el trabajo del gobierno español en este sentido parece haber sido muy bueno y, además, no estamos hablando de un territorio estratégico que pueda tornarse en un aliado valioso de Estados Unidos, China, Rusia…, sino una molestia más en un concierto internacional y europeo ya bastante saturado y con problemas, la verdad, mucho más urgentes e importantes. Los independentistas parecen suponer que, una que vez triunfe el referéndum, lo demás vendrá por sí solo; esto podría parecer lógico, y es cierto que una Cataluña con una independencia consolidada tendría que ser recibida por la Unión Europea tarde o temprano, pero hasta que llegara ese momento pasarían años, y la herida causada a la UE por la independencia catalana no sería tan fácilmente olvidada en una Europa que se la está jugando cada día. Varoufakis y Grecia ya experimentaron lo que puede el orgullo frente a la razón en Europa, los principales enemigos de Cataluña en la unión no llegarían desde Madrid, sino desde Berlín y cualquier otra capital con problemas similares en sus países, en mi opinión los independentistas fían demasiado a una supuesta racionalidad norteuropea. Por otro lado, si el procedimiento independentista finalmente fracasase quedaría para los independentistas catalanes como un hito más que reivindicar en su imaginario colectivo, como otro de esos fracasos históricos que genera sentimiento de comunidad, que contribuye a aglutinar[3] a los fieles. Para el bando español, en cambio, quedaría como un triunfo, un ejemplo de superioridad y en cierta forma de su destino manifiesto, de su acierto, de su razón absoluta, de la solidez de su ley y de su legitimidad que permitiría ser magnánimo (paternalista) con el derrotado; magnanimidad que ni que decir tiene que no se vería igual de generosa desde el otro lado. Lo que ocurre es que una vez que se ha llegado a instaurar esta lógica, el diálogo es imposible, pues cada uno vive en un plano distinto de la realidad sin puntos en común, sin conexiones donde pueda encontrarse un lenguaje común. ¿Y de qué dependerá el éxito final? El éxito o el fracaso dependerán, al final, de una elección, la que haga íntima y personalmente cada uno de los ciudadanos de Cataluña. Claro está que no tiene la misma trascendencia la decisión de un político, o un mosso, u otro funcionario, que la de un ciudadano de a pie, y tampoco la misma capacidad para influir o mover a otras decisiones personales, pero todas son importantes. Mas y Puigdemont y, sobretodo, las asociaciones civiles independentistas, gracias también a la inestimable colaboración prestada desde el gobierno del PP, han logrado que a pesar de los últimos descensos que marcan las encuestas en pocos años se haya incrementado el número de independentistas notablemente, aunque sin llegar a la mayoría clara que precisaría el movimiento iniciado. No voy a repetir lo dicho ya en otros comentarios sobre el tema, prefiero incidir en el asunto crucial de la elección. Básicamente existen tres posibles elecciones: apoyo, rechazo o inactividad. Las dos primeras se subdividirían a su vez entre activo y pasivo. Pero no nos confundamos, la inactividad también es una acción elegida conscientemente con implicaciones particularmente curiosas, pues lo mismo puede servir para apoyar que para rechazar, según quién vaya ganando y sobre qué se sea inactivo. La situación actual podría parecer muy polarizada, pero en realidad no lo está tanto, al menos de cara a la acción. Si presumimos que tras la inactividad puede esconderse cierto grado de indiferencia, un cierto me da igual, las cosas pintan a priori mejor para los independentistas, pues tenemos un nutrido y sobretodo activo grupo proindependencia cuyas victorias están a la vista, un pequeñísimo grupo antiindependencia socialmente irrelevante y otra parte indiferente cuyo tamaño real es un misterio. Hablo por supuesto del nivel social, no político, pues la relación entre este esquema social, o cualquier otro, y su representación política no puede ser nunca perfecta: la gente al votar, incluso en estas situaciones, no suele hacerlo únicamente en base a un aspecto. Sin embargo, tal ventaja desaparece cuando se consideran los medios utilizados, puesto que la indiferencia es buena si los medios incluyen la violencia: es posible —aunque difícil— derrotar a una potencia exterior en tales circunstancias tal y como demuestra la historia siempre que se cuente, al menos, con la inactividad del resto de la población. Sin embargo, si se pretende una ruptura con base democrática, es decir, a través de un referéndum, y lo fías todo a la legitimidad, esta ha de ser construida, se necesita una mayoría. De lo contrario siempre se pondrá en duda, y la fortaleza (y debilidad) de la legitimidad radica, esencialmente, en que no pueda ser puesta en duda de forma razonable, en que no pueda ser desafiado el acuerdo en que se basa. Volvemos a consideraciones que ya hicimos sobre los diferentes posibles resultados del referéndum tanto en cuanto al recuento de votos como a la participación y a las preguntas tradicionales, irresolubles a priori y solo solventables mediante acuerdo de las partes para cada caso concreto, sobre cuántas personas deben participar y qué porcentaje de votos hay que obtener para que el resultado se considere válido, legítimo y representativo. El Estado parece haber entendido esto y su estrategia va dirigida a lograr que, si no se puede impedir el referéndum, al menos que no sea ni válido, ni representativo ni, por lo tanto, legítimo. Vamos, un fracaso. Los independentistas necesitan por su parte crear suficiente masa crítica independentista para contrarrestar las amenazas infernales de los unionistas, si lo logran conseguirán que el referéndum, aun no celebrándose o haciéndolo de manera defectuosa, sea una manifestación tal que se pueda llegar a plantear la independencia por aclamación popular en las calles. Este creo que es el plan B independentista, toda vez que es evidente que la votación no va a ser fácil, incluso imposible en algunas poblaciones. Esta es la debilidad del Estado, pues aunque se quiten las urnas, no se puede impedir una salida masiva a las calles. Pero ¿Pero y si resulta que después de todo la gente sí va a votar? Recordemos que múltiples encuestas parecen coincidir en que en lo único que coinciden los catalanes es en que quieren votar. Quizá el gobierno de Rajoy está calculando mal una vez más[4] en este asunto, quizá incluso los no independentistas salgan a votar. A votar «no», pero a votar al fin y al cabo. ¿Y si la participación fuese tan alta que ni el gobierno pudiera negarla o, más probablemente, la negase al principio pero tuviese que acabar por aceptarla? Eso ya daría legitimidad al referéndum, independientemente del resultado. Hagamos un cálculo maquiavélico: partiendo de un supuesto 80 % de catalanes que desean votar, supongamos que los que no van a ir a votar son, sobretodo, unionistas: un 20 % de noes desperdiciados. Imaginemos ahora que los independentistas son un 40 %: un 40 % de síes que contarían. Y supongamos también que el otro 40 % son partidarios de votar pero no de la independencia: un 40 % de noes que sí contarían. Con estos porcentajes tan ajustados, y teniendo en cuenta que con mayoría de síes a los independentistas les vale, es evidente que una mínima variación hace que cualquier cosa pueda ocurrir, con la salvedad de que si la balanza se inclina hacia el no, el éxito independentista será notable a pesar de todo, y si se inclina hacia el sí cualquier acción del estado español se considerará una agresión en toda regla y exacerbará el problema, incluso para una parte de los votantes del no, pudiendo llegar a trocar noes por síes. Este es el plan A independentista. La decisión Y llegamos al punto crucial que antes hemos mencionado: la decisión que cada cual adopte. ¿Saldré a la calle a votar, a manifestarme? ¿Me quedaré en casa a ver qué pasa? ¿Me opondré activamente? ¿Protestaré? Y, en el caso de tener responsabilidad (mossos, funcionarios), ¿qué haré? Unos intentan garantizar su inmunidad, otros amenazarlos. Al igual que para los políticos, para estos funcionarios el éxito de la independencia es su única salida si optan por ese camino, por ello no es razonable pensar que en el punto en el que estamos un político o un funcionario con responsabilidad que apuesta por la independencia vaya a echarse atrás por unas amenazas: ya han descontado el castigo y saben que la única manera de librarse es tener éxito, por lo que todas las amenazas no son para ellos sino un acicate, todo ello sin olvidar el efecto mesiánico en la psique de aquellos que de repente son jaleados como luchadores por la libertad del oprimido pueblo catalán. En el caso de los indecisos/inactivos las amenazas sí que pueden influir, pero ¿cuántos funcionarios hacen falta para abrir un colegio? Solo uno, y no era un chiste. Llegados a este punto la acción tiene más peso que la inacción y muchos de los inactivos correrán a subirse al carro de los vencedores en cuanto se atisbe su victoria, por eso es tan importante tomar la delantera. Y por otro lado tampoco se puede inhabilitar a todos los funcionarios, con esto también cuentan en Cataluña. ¿Dónde será entonces más importante la inacción? Cuando el Estado pretenda ejercer la compulsión, el castigo contra los que le desafíen y se encuentre presumiblemente con el rechazo mayoritario de la sociedad catalana que, como se atisba, aun en el caso de los no independentistas sí es favorable al ejercicio democrático del referéndum. Esto obligaría al Estado a ejercer la represión con sus propios medios en una medida inversamente proporcional a la pasividad de las instituciones y sociedad catalanas, acrecentando la sensación de ocupación y el discurso victimista del independentismo, con lo que de fracasar ahora se seguirían poniendo los sólidos cimientos para la próxima y quizá definitiva ocasión. Pero también será esencial la inactividad en el caso de que se pretenda la independencia por aclamación, porque seguidamente habrá de ejercerse de forma práctica y cuando el Estado, con todo su poder, lo impida, ¿qué hará la población? Hoy por hoy no parece muy probable una huelga general mayoritaria en Cataluña ni nada por el estilo, más allá de manifestaciones que, estas sí, pueden ser multitudinarias gracias a la asistencia de los independentistas que ya están movilizados y comprometidos con la causa; sin embargo, a la hora de la verdad, lo más probable es que la mayoría de la población siga yendo a trabajar y haga su vida normal en un reflejo de hartazgo sobre el asunto o simplemente de indiferencia hacia un problema que ha sido sublimado de forma un tanto artificial por políticos y medios de comunicación por intereses que nada tienen que ver con el fondo del asunto. Fracasando eso, fracasará el movimiento por simple agotamiento, se irá muriendo poco a poco. Pero claro, eso llevan esperando ya bastante tiempo en Madrid, sin mucho éxito por el momento. Cabe otra posibilidad un tanto inquietante: que las manifestaciones, huelgas… sean un éxito, es decir, mayoritarias, no tanto por convencimiento sino por presión social, por el qué dirán, por no significarse y que no le apunten a uno con el dedo. Esperemos que este fenómeno fascistoide, más probable siempre en comunidades pequeñas que en ciudades, no se produzca. Conclusión Lo único cierto de todo este proceso es que, de una manera u otra, otorga de manera radical a los ciudadanos la capacidad de decidir, así que al menos en este sentido los independentistas ya han ganado, veremos si logran la victoria final. Ahora es necesario que los ciudadanos ejerzan su opción personal, sea cual sea, con valentía y conciencia, algo a lo que no estamos nada acostumbrados. En mi opinión, lo importante no será tanto el referéndum, que se producirá de aquella manera, poco más o menos como el anterior, allí donde se pueda[5], sino lo que pase durante y después; al final lo que quedará de todo esto será un envenenamiento de la sociedad catalana y de la relación Cataluña-España. Gracias, Mariano. Personalmente, no creo que de esta Cataluña se independice, pero me asalta la desazonante sensación de que estamos perdiendo tiempo y energías por algo sin importancia, porque al final la votación se va a producir, sea porque finalmente se pacte un referéndum en condiciones o porque se acuerde una nueva constitución que voten los catalanes como ciudadanos españoles, de alguna manera la votación es ya insoslayable, una especie de peaje que hay que pagar antes de encontrar cualquier salida, y será entonces cuando veamos las consecuencias de todo este sinsentido y más de uno se eche las manos a la cabeza, entonces ni siquiera la derecha podrá negar que existe un problema que hay que abordar. [1] Entendiendo por tal la voluntad de los ciudadanos y no tanto la teoría o Teoría, que queda tan lejos de las lentejas de todos los días. [2] ¿Entonces para qué todo el numerito y el forzar la paz, la doctrina y el sentido común del Tribunal Constitucional? Pues para lo mismo que el resto de sus actuaciones, para dar el pie a la réplica catalana y poder continuar con la opereta, de lo contrario la obra habría acabado muy pronto. [3] Es curioso como en muchas ocasiones son los fracasos los que más unen. [4] Toda mi argumentación de que hemos llegado a esta situación con la inestimable colaboración del gobierno del PP se basa en la suposición, un tanto maliciosa, lo reconozco, de que sus actos han sido conscientes y voluntarios, pero es justo reconocer que también pueden basarse en un error de concepto, de cálculo (lo que por otro lado supone una ineptitud inexcusable), en basarse en la idea equivocada de que todo esto no eran sino bravatas para forzar una negociación ventajosa y de que se deshincharía por sí mismo frente a la firmeza (otros dirían inacción) del gobierno, una táctica a la que Rajoy parece abonado, lo que hace plausible esta interpretación. [5] Me pregunto si asistiremos al esperpento de ver a la Guardia Civil persiguiendo urnas por Cataluña, vilipendiada y acosada, con el consiguiente descrédito y ridículo del Estado, mientras otros juegan a esconderlas.
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La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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