Esta magnífica novela de Dulce Chacón, que ha llegado a mí por recomendación, trata las vicisitudes de una familia de terratenientes ricos y de su finca, «Los Negrales» —o de una finca y la familia que la posee, porque la presencia e importancia de la tierra a lo largo de la obra son esenciales—, pero lo hace desde el punto de vista de los sirvientes y su miseria rural y resignada, lo que sirve para mostrar con una naturalidad engañosa la brutalidad estrictamente jerarquizada que rige su mundo. El principal problema que le encuentro a la obra es quizá un cierto hastío ante las barbaridades de la Guerra Civil, similar al que puede sentirse frente al bombardeo de imágenes de guerras extranjeras en los telediarios, y que puede llegar a afectar a la novela aun siendo realmente un problema del lector, pero un problema que hay que tener en cuenta. La historia es ciertamente terrible, desgarradora y triste, pero, y lamento hacer este comentario, en ese sentido no es más que otra historia terrible, desgarradora y triste que se nos anuncia como tal ya desde el principio con el robo/compra de un niño (que resultará ser algo más que un simple capricho) y más aun en cuanto comienzan a asomar por allí nacionales, milicianos y demás. Aun no soy un ser totalmente insensible, así que las miserias de los personajes me han espeluznado, y tampoco se me escapa la crítica social y demás, ocurre simplemente que todo ello no es nuevo, por lo que no creo necesario extenderme sobre ello. Sin embargo la forma en que se narra la historia sí que me ha resultado más novedosa e interesante, demostrando que en la literatura importa casi más el cómo que el qué se dice. La historia se nos presenta de forma fragmentada en torno a sus dos narradores: el más original es uno de los personajes, ya anciano y secundario en el desarrollo de los acontecimientos, del que solo se conocen sus palabras en las conversaciones que mantiene con el comisario que investiga un asesinato en el que su nieto está implicado; el otro es omnisciente, más clásico, y da la réplica al anciano narrando los acontecimientos pasados —más o menos en el orden en el que el desconfiado anciano los menciona o se los quiere mencionar al comisario, que no es necesariamente lineal— que conducen a los acontecimientos presentes. Esta fragmentación de la historia es la que mantiene la tensión y el interés a lo largo de la novela, y es ese anciano y su sentido común, su desconfianza tradicional, su carácter tan logrado y su extraordinario pragmatismo rural lo que le da fuerza y realismo a toda la obra, dotándola además de ese aire de melancolía que tanto me gusta y que hace que permanezca su «sabor» una vez que finaliza, como si de un buen vino se tratase. También me parecen muy bien caracterizados el resto de personajes, en especial los señores, cuyas humanas motivaciones quedan humanamente claras, y que no son ni mucho menos libres de la terrible prisión de esa jerarquía social, aunque las servidumbres que a ellos les impone son de otra naturaleza. En resumen, los personajes y el estilo narrativo son la fuerza de esta novela bien construida que, sin tratar un tema nada novedoso, sobrecoge y da que pensar tanto más cuanto más se hace, permitiendo saborearla gracias a esa fragmentación que obliga a encajar las piezas uno mismo, y que por ello hace casi obligatorio implicarse en la desoladora trama.
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...un escritor es «un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve»...
La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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Abril 2020
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