Últimamente tenía un poco abandonado el blog, disculpadme, pero es que hay problemas que parecen no acabar nunca. Sigo trabajando en El cuaderno y Los entierros, pero me he visto forzado a nuevos retrasos, entretanto os dejo más microrrelatos. En este caso corresponden a mi participación en la 4ª edición del Concurso de Relatos Cereza del Jerte cuyas normas esenciales eran ser mayor de 18 años y escribir un microrrelato no superior a 200 palabras cuyo tema fuesen las cualidades de la picota del Jerte. Reconozco que me molestan un poco este tipo de concursos por la acotación publicitaria que hacen, francamente siento que son concursos "proxenetas", pero también considero que son una forma de mantener cierta práctica y forzar los límites de la creatividad, de ejercitarse, y si en alguno de ellos deciden que soy el que mejor hace la pelota y cae algún regalito, lo aceptaré con vergüenza; así que como "sarna con gusto no pica", sigo presentándome de vez en cuando. En fin, os dejo en primer lugar el relato ganador y después los dos con los que yo me presenté. Cerezas imperiales (Fernando Escudero) El emperador Carlos había vuelto al mediodía de su habitual paseo de caza. Se sentó a comer con dificultad, pues la gota reumática que lo atacaba sin piedad desde los veintiocho años le tenía postrado y casi inválido. Su médico, don Francisco de Almazán le contempló preocupado. Estaban a principios de junio y hacía calor. Apenas probó la comida pero bebió mucha cerveza, y el galeno, sabio, hizo un gesto a su mujer, Ana Pérez, para que le llevara un cuenco fresco de cerezas del vecino Valle del Jerte. El Emperador cogió, dolorido, una picota y se la quedó mirando: su redondez le recordó el mundo, plano en la época de sus abuelos; su color rojo brillante, sus épocas de pasión con las mujeres; el sabor dulce pero con un toque ácido, lo comparó con la vida misma, a veces amable, a veces dura… “Coma, Majestad, es muy buena para la salud y combate la gota”, le dijo su médico. Y el Emperador le sonrió, mandó traer un cesto más grande y estuvo toda la tarde contemplando el monte mientras comía cerezas. Hacía mucho tiempo, tal vez desde los tiempos de Garcilaso, que no se le veía tan feliz… RAÍCES Muchos años después, de nuevo frente a los árboles cuajados, hube de recordar la vez en que siendo yo niño mi abuela me llevó a conocer su ladera, plagada de raíces y de copas y copos níveos en primavera que danzaban al viento, y descubrí por qué ella era como era y por qué las picotas compartidas de sus puñados siempre fueron las más dulces y redondas, aun en el exilio de la ciudad y los años. En las grietas de aquel valle reconocí las arrugas forjadas en sonreírme tantas veces tras la búsqueda del Jerte de su infancia en el mercado solo para mí, y tras saborear de nuevo el mismo jugo rojo directamente del árbol, estallando y escapando de entre mis labios, me di cuenta de que aquel mismo dulzor era el que corría por sus venas, y al contemplar la mancha en el suelo junto a mis zapatos de piel sintética tuve que descalzarme para sentir la tierra en mis plantas y reconocí al instante que allí estaban mis raíces. Fue entonces cuando decidí que no se vendería un puñado de tierra por más que me ofreciesen, aquellas raíces seguirían siempre en su lugar. HERMANAS Entonces no entendió la ofrenda, ni la visita —en que tenía que portarse tan bien— ni por qué al rodar por el suelo, bermellón y grana estallando en todas direcciones, se miraron con lágrimas en los ojos. Él comenzó a recogerlas inmediatamente ajeno al silencio oscuro, no se fuesen a ensuciar, y aprovechó para demostrar orgulloso sus recién adquiridos conocimientos de aritmética: «una, dos, cuatro…». La señora de blanco los sorprendió justo cuando todas estaban otra vez en el tupper, «ya nos la hemos cargado» pensó, pero ella los miró y se dejó sobornar solo con una mientras le guiñaba un ojo, «es que son del Jerte», y sus labios intentaban esbozar una sonrisa; ignora lo que hablaron sus miradas adultas, pero se vio empujado a acompañarla fuera de la habitación sabiendo que se quedaría sin probarlas, aunque aun volvió después para contemplar desde la puerta cómo su madre y su tía comían otra vez cerezas juntas en secreto y reían llorando mientras hablaban a media voz. Hoy apenas recuerda nada de aquello, pero sabe que todos los adultos fueron niños una vez, y que su tía se marchó feliz. Por cierto, me acabo de dar cuenta de que tratándose de microrrelatos, debería empezar a mejorar lo que viene siendo la parte del título, ¿no os parece? Que tengáis buena semana.
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La velocidad de la luz Javier Cercas Categorías
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Abril 2020
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